Créditos
Título original: There
Traducción: Patricia Orts
1.ª edición: abril, 2016
© 2015 Leonardo Patrignani
© Ediciones B, S. A., 2016
para el sello B de Blok
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-414-5
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Contenido
Portadilla
Créditos
Nota del autor
Dedicatoria
Citas
Prólogo
PRIMERA PARTE. LLAMAS
1
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3
4
5
SEGUNDA PARTE. EFC
1
2
3
4
5
6
TERCERA PARTE. CONCIENCIA
1
2
3
4
5
6
7
8
CUARTA PARTE. THERE
1
2
3
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5
6
7
8
9
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11
12
13
14
Epílogo
Notas
Nota del autor
Nota del autor
Los fenómenos citados en esta novela, como las EFC (experiencias fuera del cuerpo) y las ECM (experiencias cercanas a la muerte), no son simple fruto de la imaginación, sino objeto de estudio, cada vez más atento, de la neurofisiología. Las experiencias extrasensoriales, que en el pasado podían quedar confinadas al gueto de las ciencias ocultas o de la parapsicología, se miran hoy en día con nuevos ojos, en un periodo histórico en que empiezan a tomarse en consideración ciertas hipótesis fascinantes y revolucionarias sobre la conciencia humana.
Quiero dar las gracias a Enrico Facco, profesor de Anestesiología y Reanimación de la Universidad de Padua, cuyo libro Esperienze di premorte (Edizioni Altravista, 2010) ha sido mi principal fuente de documentación. Además, no puedo por menos que citar los estudios de Brian Green y las tesis de Robert Lanza, al igual que los ensayos de Raymond Moody y de Michael Harner. Han sido fuentes de inspiración continua y me han enriquecido como persona, además de haber sido cómplices de mi pluma.
Los hechos narrados son fruto de la fantasía del autor, quien aconseja al lector que se documente bien antes de realizar alguna de las prácticas que se mencionan en el libro, en especial las relacionadas con el uso de drogas psicotrópicas.
He escrito esta historia para responder a una pregunta que, sin lugar a dudas, todos nos hacemos un sinfín de veces a lo largo de nuestra vida: la muerte ¿es de verdad el final de todo?
Os espero más allá del umbral.
LEONARDO PATRIGNANI
Vignate, 20 de julio de 2014
Dedicatoria
A Laura y a Dado Brivio,
una familia preciosa, elegida
por los acontecimientos
Citas
Un instante dura la vida del hombre, y un fluir continuo es su esencia, indistinta su percepción, corruptible todo su cuerpo, un torbellino el alma, impredecible el destino, incierta la fama.
MARCO AURELIO
Cuando me levanté y eché a andar pude hacerlo con normalidad, sin falsear los contornos de los objetos. El espacio estaba siempre allí, pero ya no predominaba. La mente no se interesaba por las medidas y la disposición de las cosas, sino, sobre todo, por el ser y el significado. Y con la indiferencia por el espacio llegó una indiferencia aún más total por el tiempo.
ALDOUS HUXLEY
Prólogo
Prólogo
El hombre jadea, sudado, descompuesto.
Los ojos brillantes, hinchados de rabia. Tose con fuerza, empuñando el arma en la mano derecha. Fija un punto al azar en medio del público. Temo que no esté mirando a nadie a la cara. Debe de estar pensando en el próximo movimiento.
Mis dedos se entrelazan con los de Delia. Los aprieto con fuerza, siento vibrar todos los nervios. Contenemos el aliento. Tratamos de no contraer un solo músculo de la cara. Observamos al loco confiando en no ser el próximo blanco. Calma, Veronica. Intenta mantener la calma. Dentro de poco todo esto habrá acabado.
No es posible. No estamos aquí. Era un día normal, como millones de otros. Era una vida serena. No es posible que estemos de verdad dentro de este banco. Quizá se trate de una pesadilla y el aroma del café que prepara mi madre no tarde en despertarme. Como todas las mañanas. Como cada maldita, normalísima e inútil mañana.
Rebobina, Veronica.
Hoy sopla un viento agradable. A decir poco, inusual en Milán, en el mes de diciembre. Es una brisa catalana, el abrazo de una corriente tibia en un paseo marítimo. Muy diferente del clima del lugar donde nací y donde vivo desde hace dieciocho años. El sol parece tímido mientras se eleva, a duras penas, por encima de las casas, pero aún tiene algo que decir. Ni una sola nube en el cielo. En las calles y en los escaparates de las tiendas las primeras decoraciones navideñas, los primeros árboles, nieve pulverizada y estrellas doradas.
Voy con mi madre en el coche a hacer unos recados. Al llegar a los alrededores de la plaza Udine nos topamos con un atasco. Coches procedentes de varias ramificaciones se han amontonado en un punto, de hecho, muchos motores están apagados. Al poco vemos que ha tenido lugar un accidente. Nada grave, el conductor no se ha hecho siquiera un rasguño, de hecho, en estos momentos está gritando a cien metros de nosotras a alguien que debe de haberse interpuesto en su camino. Sea como sea, nosotras estamos paradas aquí, aburridas, mientras en la radio hablan sin cesar y el tiempo pasa.
—¿No tenemos un disco por alguna parte? —dice Delia interrogándome también con la mirada.
—No lo sé —abro el salpicadero—, puede que aquí haya algo. Oye, ¿adónde vamos por esta calle?
—Al banco.
—Aquí hay uno. —Saco una funda de plástico medio rota. Dentro hay un cedé con una palabra escrita en rotulador azul oscuro: EIGHTIES—. ¿Era necesario pasar justo por aquí?
—Suele ser el camino más rápido.
—Suele ser. —Resoplo mientras meto la recopilación en la radio del coche.
Los primeros acordes de una canción de Cyndi Lauper hacen sonreír a mi madre. Sé de antemano que vamos a cantarla a voz en grito, a coro, y que eso atraerá la curiosidad del hombre que conduce el coche que está a nuestro lado.
Cuando, por fin, llegamos a la sucursal, vemos que hay tres colas delante de las únicas ventanillas abiertas. Vamos a la última, que parece más corta, y esperamos. Delante de mí una gorda se acaba de quitar un chaquetón acolchado dejando a la vista una camiseta con la siguiente frase estampada: NIÑO REVOLTOSO PALIZA MERECIDA. En caso de que sea una advertencia a sus hijos traviesos podría haber elegido algo más educativo. Se vuelve un instante y la miro a la cara. Está masticando chicle, resopla, se abanica con dos o tres folletos. Hace amago de sonreírme, pero solo le sale una mueca de disgusto. Después se vuelve de nuevo, dándome la espalda, mientras espera su turno.
Mi madre es siempre la más guapa, incluso cuando no hace nada para serlo. Tiene una melena ondulada que le roza los hombros, castaña con reflejos dorados. Hoy lleva los pendientes de aro anchos que no suele ponerse, pese a que le favorecen mucho. Una capa ligera de maquillaje. La mirada viva, entusiasta, a la vez que radiante y profunda. La mejor tarjeta de visita posible.
El hombre entra en la sucursal. Puede que yo sea una de las primeras personas que lo ve. Viste una chaqueta de color beis, con varios bolsillos anchos, y vaqueros. Tiene el pelo negro, desgreñado, como alguien que no se peina siquiera por la mañana, que quizá nunca lo hace. Sale de una cabina cilíndrica, las puertas correderas de cristal no se bloquean. A mí, por el contrario, me sucede a menudo. El móvil, el manojo de llaves, las baratijas que llevo en el bolso me obligan a volver sobre mis pasos.
Él, en cambio, camina con una mano metida en el bolsillo interno de la sahariana y pasa inobservado. Una vez dentro mira alrededor, por unos segundos parece un cliente que trata de comprender cuál es la cola más rápida. Luego saca la pistola y carraspea.
—Bien —dice, y muchos se vuelven hacia él—. Si alguien hace algo sin que yo se lo ordene dispararé. Es una regla sencilla, además de la única. ¿Está claro?
Nadie responde, pero ha conseguido atraer la atención de todos y ahora reina un silencio irreal.
A mi lado, Delia permanece impasible, si bien sus dedos rozan los míos y se entrelazan nerviosos con ellos como movidos por un reflejo espontáneo. Trago saliva y siento cómo se aceleran los latidos de mi corazón. Me estremezco, pero procuro quedarme quieta y no hacer nada que el hombre no me haya ordenado hacer. Jamás me he visto envuelta en un atraco, siento un sudor frío.
—Mi hijo tiene distrofia muscular y estos hijos de puta me despiden —grita el tipo con los ojos encendidos por el odio, ardientes como tizones—. Me despiden, ¿entendéis? ¡Después de nueve años! Por algo que no he hecho. Por algo que puede que no haya hecho ninguno de nosotros, los capullos que estamos detrás de la ventanilla. ¡Por un error del que alguien en las altas esferas no quiere hacerse responsable!
Delia sacude levemente la cabeza mostrando cierta empatía por el drama humano que estamos presenciando. Mi madre siempre es así, incluso en una situación similar. Sé que, si pudiera, sería incluso capaz de abrazarlo, de consolarlo. Yo, por mi parte, permanezco callada, no reacciono a las palabras del hombre. Con todo, reflexiono sobre lo que acaba de decir y comprendo que, dado que es veterano, conoce los fallos del sistema, así que sabía cómo y cuándo podía entrar armado. Por eso no lo detuvieron en la entrada. Vaya una seguridad ciudadana.
—A ellos se la trae floja que un padre de familia deba llegar a final de mes con la esperanza de que le queden treinta euros para poder llevar a toda la familia al cine —prosigue con los ojos brillantes—. Se la trae floja que ese padre de familia vuelva a casa por la noche y encuentre en el buzón una multa, un plazo de la comunidad de vecinos por pagar o una notificación de Hacienda. ¡Todas las jodidas noches! ¿Y a vosotros? ¿Os importa?
Se vuelve hacia la gente que hace cola delante de las ventanillas, una serie de estatuas de mármol que, después de que la pistola haya hecho su aparición en la escena, no se atreven ni a arquear una ceja. Delia y yo nos quedamos inmóviles, con los dedos entrelazados.
—¿Y a ti? —dice apuntando el arma hacia un hombre con un bigote tupido y entradas que está en el centro de la fila que hay al lado de la mía—. ¿A ti te interesa?
El tipo tiembla sin respirar. El desequilibrado se acerca a él y agita la pistola en su cara, luego se la apoya en la frente.
—¿Qué dices? ¿Disparo? —Lo mira fijamente a los ojos con la ferocidad de quien podría abalanzarse sobre él y despedazarlo sin necesidad de apretar un gatillo. Luego se vuelve hacia los empleados que están detrás de las ventanillas, sus compañeros hasta hace poco tiempo, por lo visto. Dos chicas jóvenes y un hombre de unos cuarenta años con la mirada paralizada por el terror—. ¿Disparo o no disparo? ¿DISPARO O NO DISPARO?
Se oye un móvil en la fila que hay detrás de la nuestra. Uno de esos aparatos ridículos, preconfigurados. En un instante de silencio absoluto como este, ese sonido estúpido y molesto hace perder los estribos al hombre.
—¿De quién es el maldito teléfono? —grita, rascando las cuerdas vocales—. ¡O lo apagáis de inmediato o esto será una carnicería!
Una mujer de mediana edad, exageradamente maquillada y con un collar al cuello que, con toda probabilidad, vale más de todo un año de trabajo en el banco, hace como si nada unos segundos, luego empieza a rebuscar en el bolso con mano trémula, temiendo que el hombre empiece a disparar hacia el punto del que procede el sonido.
—Tienes cinco segundos —dice él carcajeándose después de haberla identificado. Su tono de voz es ahora histérico, la situación se está torciendo. Del drama personal hemos pasado al desahogo de un loco—, cuatro...
—Por el amor de Dios, no lo encuentro —implora ella al mismo tiempo que alza los ojos del bolso mientras el móvil sigue sonando. Él da unos pasos hacia delante y llega casi a la primera de las tres colas. Luego, con la mirada repentinamente sombría, tiende el brazo en dirección a la mujer a la vez que desliza la corredera de la pistola con la otra mano.
—Uno... —Apoya delicadamente el índice en el gatillo. Con la naturalidad del que pulsa un botón para llamar al ascensor, el hombre dispara.
El tiempo parece haberse detenido mientras la sangre salpica la pared que hay a espaldas de la señora y mancha el cartel publicitario de una nueva tarjeta prepago. De la fila que hay delante de mí se eleva un chillido agudo. Una joven se tapa la cara con las manos. Detrás de ella, una anciana cae al suelo sin conocimiento. Nadie mueve un dedo para ayudarla. Nadie arquea ya las cejas por ningún motivo. El sonido se interrumpe, en el vestíbulo se instala un silencio absoluto, si bien, en ese instante gélido, juraría que alguien está suplicando en voz baja a su dios que lo saque de allí como sea.
El loco prosigue con su desvarío como si nada, dirigiendo sus invectivas contra todos y contra nadie en particular. Salta de la política nacional a los consejos de zona, del sistema sanitario a la situación de los extracomunitarios. Acaba de disparar a la cara a una mujer, maldita sea, y, sin embargo, da la impresión de que ya lo ha olvidado. Incluso la historia del hijo enfermo, que, en un principio, podía parecer el móvil plausible de su rabia, ha pasado a un segundo plano.
De improviso, el sonido ahogado de un altavoz retumba en los ventanales que dan a la calle. Un policía, resguardado tras la puerta de su coche patrulla, aconseja al hombre con palabras apropiadas que salga desarmado de la sucursal.
Este, sin embargo, sigue en el centro de la escena como un actor que ha olvidado el guion. Con el semblante abatido y una expresión de perro apaleado, mira a los ojos a varios de los presentes como si buscara consuelo en ellos. Luego observa el cuerpo sin vida de la señora, que yace en el suelo con la cara hundida en su sangre, y esboza una sonrisa piadosa. Cierro los ojos un momento, confiando en que todo termine pronto. No le conviene derramar más sangre, debe entregarse. Siempre y cuando sus motivos sean reales y su desahogo —por extremo que pueda parecer— esté justificado por la exasperación. Pero ya no estoy tan segura. ¿Qué tenemos delante, un padre desesperado o un mitómano víctima de una crisis histérica?
Aquí estoy, desmenuzando los nudillos de la mano de mi madre, que aprieto aterrorizada. Sí, es cierto, estamos en este banco. Estamos realmente frente a una persona que ya no tiene nada que perder y que ha empezado a cavar su propia fosa. No me despertará el aroma a café.
—Venid conmigo, miserables. —Los ojos del hombre vuelven a encenderse, su cara es ahora una máscara mortal, despiadada—. Subid conmigo al transbordador.
Los disparos duran menos de quince segundos, pero a los que, como yo, saldremos vivos de allí, nos parece una eternidad. El tipo está fuera de sí, pero sabe perfectamente cuántas balas hay en el cargador de la semiautomática. Pese a que ha perdido el juicio por completo, se comporta con lucidez, sigue una estrategia. De hecho, reserva la última para él, después de haber ajusticiado sin el menor criterio a seis personas, además de a la señora con el collar de diamantes. Una tras otra, como blancos sucesivos en una competición. Con la puntería de un miembro de un polígono de tiro, abate primero al señor del bigote, luego a dos mujeres de la tercera fila, a una pareja de ancianos que están delante de él y, por último, apunta hacia mi madre. En medio del pánico, de los gritos de los supervivientes, de las salpicaduras de sangre, ni siquiera me da tiempo a darme cuenta de lo que se dispone a hacer. A interponerme. A impedírselo. Dispara y acto seguido se lleva la pistola a la sien. Cuando escribe la palabra fin en su historia yo ya estoy arrodillada en el suelo con la boca abierta en un grito de dolor capaz de llegar hasta la calle, al otro lado de los ventanales de la sucursal.
—¡Mamá, no!
Los ojos de Delia parecen transparentes, puedo leer en su interior. Presa de la desesperación y del desconcierto, grito hasta sentir que mi voz se quiebra en la garganta. Mi madre, tumbada en el suelo con la camisa empapada de sangre, agarra mi brazo izquierdo. Mi cara se petrifica y callo. La observo mientras se muerde el interior del labio, la barbilla le tiembla como si la temperatura hubiese bajado de repente cinco grados.
—Te lo suplico, mamá... —los sollozos me quiebran la voz—, te lo suplico.
—Cariño... tran-qui... la —balbucea con la cara cérea, casi ausente, apretando los labios. Cierra los ojos. Por una fracción de segundo tengo la impresión de que su voz me ha llegado desde detrás, como si no estuviera delante de mí sino alrededor. Delia abre apenas los párpados, se esfuerza para escrutar mi cara, destrozada por el dolor, y tengo la absurda sensación de que ya no está conmigo. Basta un instante para que la sienta a años luz de aquí.
—No te estás muriendo. No puedes morir, tú no... mamá, cómo haré... —Hundo la cabeza en su pecho ensangrentado.
No es posible volver atrás.
Se acabaron las canciones que cantábamos juntas en el coche, las excursiones, los libros que nos robábamos la una a la otra, los intercambios de maquillaje y vestidos, las sonrisas y las lágrimas, las peleas y los abrazos. Se acabó el tiempo. No, maldita sea, esto no es un adiós. Deberíamos haber llegado mucho antes, no es posible que estemos aquí. Quiero seguir paseando por la ciudad, hacer recados, salir a comprar un regalo para sus compañeras. Dentro de unos días es Navidad, tenemos un montón de cosas que hacer. Quiero volver a casa con ella.
El último gesto de mi madre es una caricia. Jamás sabré de dónde saca la fuerza necesaria para hacerla mientras su corazón deja de latir. Pero Delia Argenti apoya por última vez la mano en la melena de la Veronica que ya no seré y susurra algo.
La frase —mascullada a duras penas— se interrumpe a mitad, al igual que su vida.
—De flores, un... minuto...
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —Levanto la cabeza de golpe. No responderá.
Delia Argenti ya no está conmigo.
—¿Qué has dicho, mamá? ¿Qué? —insisto, pese a saber que mis palabras se perderán en el aire. Solo son un eco de lo que ha acaecido, el final de una canción que se va alejando hasta convertirse en una onda imperceptible, remota, antes de desvanecerse por completo—. Te lo ruego, por favor. No me dejes. No me dejes sola...
Permanezco acurrucada sobre el cuerpo exánime de mi madre hasta que llega la policía. Me estrecho a ella llorando, como debió de hacer ella la primera vez que me pusieron entre sus brazos, hace dieciocho años. Ella, mi nido. Mi casa.
Por un instante pienso que quizá tenga frío, me pregunto si habrá una manta en algún lado, detrás de las ventanillas o en los armarios. Qué cosas tan absurdas me pasan por la mente, a veces.
De flores, un... minuto...
De nuevo esas cuatro palabras sin sentido. Esa frase a medias está destinada a volver como una cantilena en las futuras noches insomnes, mientras el mundo fluye alrededor de mi frágil existencia. Y todo cambia para siempre.
Estoy sola.
Soy yo la que tengo frío.
PRIMERA PARTE. LLAMAS
PRIMERA PARTE
LLAMAS
1
1
—Vengo a cobrar este.
La voz ronca del viejo con la gorra precede a una sonrisa satisfecha y maliciosa, a la vez que la mano arrugada y llena de grandes manchas marrones avanza por el mostrador y hace pasar un boleto bajo el cristal protector.
Lo levanto con los dedos índice y medio y le echo un rápido vistazo. Primera cosa que comprobar: el importe del premio. La agencia paga en efectivo hasta mil euros. Por encima de dicha cifra es necesario extender un cheque al afortunado. Y Mario, el viejo de la gorra, es uno de esos afortunados. Uno de los pocos que sale casi todos los meses de este local con saldo positivo, pero al menos esta vez no tendré que darle un cheque.
—Setecientos cuarenta y tres —leo en voz alta mientras la sonrisa se apaga en los labios de Mario para dejar espacio a una mal disimulada impaciencia. Por lo demás, este no es un barrio de caballeros y a cualquiera le gustaría recibir el fajo de billetes que me dispongo a entregarle.
Se vuelve a derecha e izquierda con circunspección, pero a última hora de la tarde la agencia está poco menos que desierta. Un par de ancianos —al menos una decena de años más viejos que él— consultan la programación y las clasificaciones que están colgadas en la pared. Una pareja de jóvenes de unos veinte años, con las rastas asomando por los gorros de lana, ocupa el centro de la fila de sillas azules que está frente a la pared de pantallas planas, donde ahora están retransmitiendo un partido del campeonato inglés. Dos hombres elegantes, que lucen unos abrigos oscuros y sombrero, hacen cola en la ventanilla de la hípica, al fondo de la sala, de la que se ocupa Garella, el único compañero del sexo masculino.
Esbozo una sonrisa mientras meto el boleto en la caja con una mano para verificar la jugada ganadora. Con la otra, en cambio, me entretengo en hacer lo que mejor me sale en este sitio: torturarme un mechón de pelo. Hundir el dedo, enrollar el mechón y tirar una y otra vez de él. Se denomina tricotilomanía. Me lo dijo un profesor de Filosofía del instituto, porque también allí —en el banco de la segunda fila, que estaba bajo la ventana— no hacía otra cosa durante horas. Trico. Tilo. Manía.
No obstante, mi pelo —ondulado y rebelde desde que tenía la pequeña bicicleta verde con las ruedecitas detrás— es fuerte. Es sano, robusto. Se diría que justo lo contrario de mi ánimo. Moudi, el egipcio que me llama Veroniga, dice que tiene el color de las castañas. Sabe de qué habla, dado que el puesto donde las vende está a pocos metros de la entrada de la agencia. Y, en efecto, no le falta razón. Es de ese color.
—Me has traído suerte... —Mario intenta romper el silencio embarazoso, al mismo tiempo que saco un fajo de billetes de cincuenta de la caja—. Justo ayer hice la jugada en tu ventanilla. ¿Te acuerdas?
No, no me acuerdo. Bajo la mirada y empiezo a contar.
«Cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos, doscientos cincuenta.»
—Podría invitarte a cenar, dado que gracias a ti he ganado...
«Trescientos, trescientos cincuenta, cuatrocientos, no debo hacerle caso, cuatrocientos cincuenta...»
—¿Cómo te llamas... Viviana? ¿Virginia?
«Quinientos, quinientos cincuenta, seiscientos, hace meses que me lo preguntas y yo te digo siempre el mismo nombre, seiscientos cincuenta, setecientos...»
Hago a un lado el fajo y saco dos billetes de veinte y un par de monedas de la caja. Después vuelvo a contar los billetes grandes en voz alta mientras los voy pasando por debajo del cristal. Apenas se completa el botín Mario lo coge y lo mete en una mochila que lleva colgada del hombro derecho. Tira de la cremallera y mira alrededor por enésima vez. Acto seguido me mira con ojos lánguidos y la frente fruncida, formando una serie de surcos profundos.
—Pese a la edad, aún puedo jugar mis cartas, si es eso lo que te estás preguntando...
Lo observo unos instantes y me pierdo en la profunda soledad de sus ojos, al mismo tiempo que él se lleva el índice y el pulgar a la visera de la gorra y hace un saludo reverente, propio de otros tiempos, en claro contraste con sus humillantes proposiciones.
—Adiós, señor Mario. —Hago un esfuerzo para parecer amable—. Felicidades por el premio.
«En cualquier caso, me llamo Veronica, imbécil.»
Once meses.
Hace once meses que trabajo en la agencia de apuestas Beverly Betting, en la periferia noreste de Milán, ganando un salario miserable —seis euros netos a la hora—, y en estos once malditos meses el jugador más afortunado del local no me ha dejado ni un euro de propina. Piropos repugnantes, eso sí. Esos no han faltado. Y repetidas invitaciones a una cena que nunca tendrá lugar, salvo en su cabeza. Y cumplidos gratuitos que el viejo de la gorra repite un día a mí, el otro a mi compañera, dependiendo de cuál de las dos le trae suerte. Como si las empleadas de este sitio infame pudieran traer suerte de verdad a alguien. En lo que a mí respecta, la agencia podría arder con todos sus aficionados1 dentro. Pero es el único trabajo de chicha y nabo que he encontrado desde el día en que tuve que empezar a salir adelante sola, la única manera de pagar el alquiler del tugurio de una sola habitación en que vivo en la periferia.
A las ocho en punto cierro la caja, abandono mi puesto y me despido con un leve ademán de mis dos compañeras, que deben seguir trabajando hasta el cierre de las diez. Luego me pongo una chaqueta de piel marrón, desenrollo el intrincado cable de los auriculares del iPod y me los meto en las orejas antes de encender una playlist de r’n’b y salir por la puerta principal. El mundo exterior ha dejado de ser un problema. Por hoy.
—¿Vuelves a casa a descansar, Veroniga guapa? —Moudi sonríe mientras da la vuelta a las castañas asadas en la sartén.
Le guiño un ojo y sonrío también, esta vez de verdad. El egipcio es la única persona a la que respeto en este barrio y siempre me ha tratado de forma amable y educada. Sin oír mi voz, ahogada por el agudo de una cantante de color, respondo:
—Buenas noches, Mou, hasta mañana.
Esta noche Milán está envuelta en la niebla densa y hostil de noviembre.
A pocos metros del horizonte, el asfalto podría abrir una vorágine bajo mis pies y engullirme sin previo aviso. Hasta finales de octubre iba a la agencia sentada en el sillín de la desvencijada bicicleta con el manillar torcido que me había vendido un armenio por diez euros en el mercado de la calle Valvassori Peroni. Pero desde hace un par de semanas entre la niebla, la brusca caída de las temperaturas y tres días de lluvia incesante, es impensable recorrer cinco kilómetros con la única protección de un anorak. No puedo permitirme una gripe.
Una mancha roja de contornos confusos emerge de la cortina de niebla mientras pienso en la triste condición de los hombres como Mario. O, mejor dicho, de los menos afortunados que él, esto es, todos los demás. Clientes habituales de la agencia, personajes fijos, que la mayoría de las veces despilfarran su pensión en unos días y que después deben pasar el resto del mes mendigando jugadas a otros y recibiendo insultos y burlas. El viejo de la gorra es uno de los más listos, sabe lo que hace. Lástima que sea huidizo y un asqueroso pervertido.
Al llegar a tres metros de distancia de la mancha roja, esta adquiere la forma de una gran M. Bajo la rampa de escaleras a paso ligero mientras en los auriculares es el turno de Alicia Keys. Sigo hacia los tornos sin mirar alrededor. No me gusta esta ciudad. No me gusta este horario. En un rincón, al lado del cierre metálico del quiosco, un grupo reducido de hombres de color discute en voz alta, pero solo los veo con el rabillo del ojo. Miro hacia delante, dejo atrás la cabina vacía de los revisores y bajo al andén. Está desierto. Extraño, dada la hora. Cuando me siento en un frío banco para esperar el tren un cartel publicitario enorme, pegado a la pared opuesta, al otro lado de las vías, captura mi atención. La cara alegre y despreocupada de una niña con una tupida cabellera rizada ocupa la parte inferior del anuncio a la vez que un globito rojo alza el vuelo. A la derecha, la frase escrita en mayúsculas sentencia: EL TIEMPO DE LAS SONRISAS AÚN NO HA TERMINADO.
No estoy de acuerdo.
Leo también las dos líneas escritas en caracteres más pequeños que hay bajo el eslogan. Rezan: «Poco importa qué tempestad haya borrado la alegría de tu vida, ven a vernos. Si estamos juntos volverá a brillar el sol.»
¿Qué es? ¿Una especie de Alcohólicos Anónimos para deprimidos? Bajo la cabeza. Por un instante me veo a mí misma cuando era pequeña en los ojos de esa niña. El globito revolotea en el cielo sienés, mientras alrededor solo se oye el canto de los grillos y unas voces alegres, envueltas en el humo de las brasas incandescentes y en el aroma que emana la carne al asarse. El tiempo de las sonrisas.
Una voz procedente de la escalera me devuelve a la realidad.
Me vuelvo. Es un revisor. Mierda, debe de haber visto en algún monitor que he pasado sin timbrar el billete.
—Señora —dice—, ¿no ha oído el aviso?
—¿Cómo dice? —Me levanto quitándome los auriculares. No he entiendo muy bien lo que ha dicho.
—El aviso, digo. ¿No lo ha oído?
—¿Qué aviso?
—Ha habido un accidente en Loreto y se ha suspendido la circulación de los trenes.
Por eso está desierto el andén. Maldita sea. Tendré que esperar un autobús que, en el mejor de los casos, tardará tres cuartos de hora en pasar y que, además, no me dejará cerca de casa.
—Fantástico —digo exhalando un suspiro.
—Según parece, alguien se ha tirado a las vías.
—Los hay con suerte. —Me pongo de nuevo los auriculares y me dirijo a la escalera.
El hombre me mira enfurruñado, por un momento se queda tieso, luego sacude la cabeza y retrocede. Debe de haber pensado: «¿Qué demonios significa “los hay con suerte”?»
Significa que quizá también para ese desgraciado había terminado el tiempo de las sonrisas.
Significa que tal vez ahora esté mejor, las caras se hayan serenado, el sol vuelva a brillar y el chocolate tenga el sabor de antaño.
Once meses.
Desde hace once meses nada tiene ya el mismo aspecto.
Desde el Día Sin Sentido cada color del mundo circunstante ha retrocedido a una anónima escala de grises. Cada gesto, cada palabra, cada mirada, se han convertido en la ocurrencia mal escrita de un guion, en el desarrollo de una trama que ya no me interesa.
Dentro de poco hará un año.
El autobús que me dejará a un kilómetro de casa está impregnado de un hedor insoportable, la suma de toda la suciedad humana que debe de haber transportado por las calles de la ciudad desde esta mañana. Pero, gracias al tipo que se ha tirado a las vías del metro, es la única manera de aproximarse lo más posible a Segrate, a menos que prefiera regalar todo un día de trabajo a un taxista.
A mi espalda dos señoras con abrigos de pieles comentan el accidente. La feria del chismorreo. Por lo visto no fue un suicidio, sino un juego entre macarras que acabó de mala manera. Empujaron a uno de los chicos fuera de la línea amarilla y nadie lo sujetó a tiempo. Qué manera tan fantástica de salir de escena y convertirse en un santiamén en una sabrosa anécdota para mujercitas de mediana edad envueltas en cadáveres de visones.
Con la frente apoyada en el cristal, los contornos indefinidos de la neblinosa Milán pasan por delante de mis ojos hasta que una imagen se manifiesta con la rapidez de un rayo que parte en dos el cielo, como una diapositiva superpuesta entre mi mirada y la neblina, que se ha adensado al otro lado de las amplias ventanillas del autobús.
Parece el fotograma de una escena, un disparo lleno de dinamismo, pero, en el fondo, fijo, carente de movimiento. Imagino la cara del macarra del metro —me gusta darle la apariencia de un imbécil que se insinuaba conmigo en el instituto— braceando con torpeza en el instante en que se da cuenta de que está cayendo hacia atrás y de que nadie se interpondrá entre él y las vías. En sus ojos la expresión de gélido terror del que acaba de c
