Marina
la maestra de Livia
Son casi las cuatro y media.
Echo un último vistazo a mi alrededor para asegurarme de que todo está en su sitio. Los libros de lectura están colocados por orden de altura sobre el alféizar de la ventana, los pósteres que cuelgan de las paredes dan al aula un aspecto más acogedor, los boletines de calificaciones están dispuestos sobre mi mesa en sus fundas de plástico, la pizarra está limpia y yo debería estar presentable después de pasar dos horas en la peluquería.
El día de la reunión de padres no se permiten errores. Si lo tengo todo controlado (dentro de lo posible) estoy más tranquila.
Soy maestra desde hace veinte años, y con esa experiencia a mis espaldas podría permitirme el lujo de improvisar alguna clase, pero no soy capaz de hacerlo. Cada noche, después de cenar, en vez de sentarme en el sofá a ver la televisión, preparo las actividades del día siguiente. La verdad es que detesto los imprevistos y no soporto las sorpresas, da igual que sean buenas o malas. Me cuesta trabajo creer que haya alguien a quien le gusten.
Edoardo Fabbri, el papá de Livia, ya está esperando fuera, me he cruzado con él cuando he llegado. Estaba sentado en el banco que hay delante del colegio y en cuanto me ha visto se ha levantado y ha venido a mi encuentro con la mirada ansiosa y expectante.
—¡Buenas tardes! ¿Se puede?
—Buenas tardes. Debería esperar un momento. Los bedeles están acabando de limpiar las clases. Le avisarán en cuanto estén listas.
—Perfecto, gracias.
Siempre la misma historia, desde hace cuatro años: fijo un horario para entregar las notas y él se presenta, como mínimo, veinte minutos antes.
Respiro profundamente, como si tuviera que contener el aliento un buen rato, me aliso la chaqueta, me pongo en la boca un caramelo de limón y le pido al bedel que haga entrar a los padres.
Al cabo de un minuto exacto, ni que decir tiene, el padre de Livia llama a la puerta de la clase.
—Permiso...
—Por supuesto, entre.
—Gracias. ¡Espero que haya buenas noticias!
—Tranquilícese, señor Fabbri. Su hija es muy buena, responsable y aplicada. Solo tiene algún problema con las matemáticas, nada de que preocuparse.
Cojo las notas de Livia y se las enseño a su padre.
Otra cosa que tampoco soporto es tener que evaluar a mis alumnos con una nota. Lo que yo querría es darles los instrumentos adecuados para enfrentarse a la vida; me gustaría enseñarles a caer, porque tarde o temprano es inevitable que suceda, pero también a volar, porque aceptar la felicidad no es tan fácil como parece.
—Va muy bien en lengua —empiezo a decirle—, y como ya le he comentado en otras ocasiones yo puntúo más bien bajo. Pero esta niña posee una fantasía desbordante y escribe unas historias encantadoras, tiene un don. De vez en cuando se deja alguna «h» por el camino, por supuesto, pero eso es lo de menos. Lo importante es que Livia es muy sensible y curiosa, no se le escapa nada, para ella los detalles son fundamentales. Es una escritora en ciernes, ¿se había dado cuenta?
Al padre de Livia le brillan los ojos mientras niega con la cabeza, y, puede que para justificar su falta de atención, me cuenta que su mujer, Caterina, no está bien.
—Estamos intentando averiguar qué podemos hacer por ella. Mientras tanto yo procuro que a ninguna de las dos les falte nada, sobre todo la esperanza, pero a veces no es fácil. Hay momentos en que tengo tentaciones de tirar la toalla.
De repente el malestar que he sentido al verlo sentado en el banco, torpe e impaciente, se convierte en ternura.
—Lo está haciendo muy bien, señor Fabbri. De verdad. Livia ha encontrado su refugio particular, un lugar alegre, confortable, casi mágico. Es tímida, pero sabe hacerse querer, estoy segura de que usted ya lo había intuido. Si quiere puedo entregarle las historias que ha escrito durante los últimos meses durante el recreo, con el bocadillo en una mano y el bolígrafo en la otra. Su mujer también podría leerlas.
—Sería un regalo maravilloso. Si no le importa…
—Por supuesto que no, espere un momento.
Me levanto, me dirijo al armario de los tesoros (lleno de dibujos, trabajos manuales y tarjetas hechas por los niños) y cojo la carpeta de Livia, que rebosa de papeles.
—Aquí la tiene. La mayoría son cuentos de fantasía. El protagonista es un niño llamado Enrico que descubre que tiene un poder mágico: cuando las personas lo tocan se acuerdan de sus deseos. Son relatos llenos de esperanza. Por eso le he dicho que lo está haciendo muy bien.
—Se lo agradezco mucho. No veo la hora de volver a casa para contárselo a mi mujer. Le compraré a Livia un cuaderno para que pueda escribir en él sus historias, ¿qué le parece?
—Es una magnífica idea. Hay que cultivar el talento como si fuera una flor silvestre: es cierto que se abren sin ayuda, pero debemos prestar atención a no pisarlas, a no maltratarlas. Ya me contará qué piensa su mujer.
—Lo haré sin falta, descuide. Gracias de nuevo.
Lo acompaño a la puerta y mientras me despido de él me doy cuenta de que se ha reunido un pequeño grupo de personas delante de ella.
—¡El siguiente! —digo sonriendo, pero es la sonrisa cansada de quien acaba de recordar que pocos sueños sobreviven al torbellino de la vida, la sonrisa de quien sabe que casi siempre acabamos enfrentándonos a algo muy diferente de lo que habíamos soñado.
Caterina
la madre de Livia
Esta mañana no me ha despertado el despertador ni el ruido sordo de las bolsas de basura al caer dentro del camión, tampoco la respiración pesada de Edoardo ni la luz de la farola que se filtra por las rendijas de la persiana, que no baja del todo. Hace meses que se ha atascado. Hemos intentado arreglarla varias veces, siempre con escasos resultados, así que al final la hemos dejado como está: al fin y al cabo, no todo tiene arreglo.
Esta mañana me he despertado porque tenía la impresión de que alguien se había sentado encima de mi pecho. O mejor dicho, porque tenía la impresión de que alguien estaba apretando mi corazón como si fuera una pelota de goma antiestrés.
He abierto los ojos asustada.
«Alguien ha intentado matarme. ¿Es posible que siga viva?», he pensado.
Me he llevado la mano al corazón. Mi pecho seguía ahí, mis huesos y mi piel también. Todo estaba en su sitio, pero me costaba respirar.
El aire, todo el aire que había en la habitación, era insuficiente. Me he levantado bruscamente y he ido al baño procurando no hacer ruido.
Al mirarme en el espejo temía ver reflejado un monstruo, pero lo que he visto es mi propia imagen, aunque algo más pálida que de costumbre, desgreñada y empapada en sudor. Unas manchas negras rodeaban mis ojos: el rímel, había sobrevivido al desmaquillante, pero no a la noche. Los pensamientos se han agolpado en mi mente y de repente todo me ha parecido demasiado difícil, demasiado grande e insalvable.
«Tal vez eso es lo que se siente cuando se está a punto de morir», he pensado mientras me echaba agua fría en la cara. A oscuras, me he arrastrado hasta la cocina. He cogido el vaso de agua que había encima de la mesa, me he sentado en el sofá y me he concentrado en la respiración: parecía de nuevo normal, pero la sensación de opresión no había desaparecido del todo.
«Quizá debería llamar a alguien, despertar a Edoardo», he pensado mirando fijamente un punto en la penumbra del cuarto de estar. Sabía que no estaba a punto de morir, pero no podía quitármelo de la cabeza.
«Me estoy muriendo y no volveré a ver el cielo —pensaba—, no volveré a escuchar la radio mientras conduzco, no habrá un lugar para mí en este mundo. Mi cuerpo se convertirá en polvo, en viento, en luz, ya no tendrá solidez. No podré ir a trabajar. Ni siquiera dispondré de tiempo para avisar a mi familia. ¿Saldrán adelante sin mí? ¿Y Livia? ¿Qué hará sin mí?»
La imagen de mi hija caminando sola por la calle, sin saber a quién darle la mano, me ha dado fuerzas para levantarme del sofá.
«Tengo que ir a darle un beso», he susurrado para mis adentros, mi corazón volvía a latir acompasado.
Las persianas de la ventana del pasillo se habían quedado abiertas: Edoardo y yo a menudo nos olvidamos de bajarlas y luego nos echamos mutuamente la culpa. Me he asomado y he visto que estaba amaneciendo.
Ver esa tímida luz asomándose entre los tejados me ha proporcionado un poco de alivio.
He entrado en la habitación de Livia de puntillas para no perturbar sus sueños y me he echado a su lado con cuidado procurando no despertarla. Su aliento tibio me hacía cosquillas en la nariz y su piel olía a galletas. No la veía, pero la imaginaba con el pelo esparcido por la almohada y una expresión de serenidad. La idea de que el año próximo comience la secundaria se me ha antojado extraña.
—¿Eres tú, mamá?
—Sí cariño mío, soy yo. Duerme, todavía es pronto.
—Vale, mamá, pero ¿puedes quedarte conmigo?
—Sí, claro que sí. Me quedo contigo.
—Menos mal.
Y todos los temores que habían estado a punto de ahogarme han desaparecido al instante, se han disipado entre los dedos de su manita abierta buscando la mía.
Hemos dormido abrazadas, y hasta que ha sonado la alarma del reloj he soñado que nadaba despreocupadamente en un mar de aguas cristalinas.
Cuando nos hemos despertado, todo lo sucedido unas horas antes estaba olvidado: había que desayunar, vestirse, lavarse los dientes, repasar el poema y comprar un tentempié para el recreo.
Pero no todas las pesadillas se conforman con acompañarte una sola noche. Lo sé ahora que estoy de nuevo en la cama con mi marido, que duerme a pierna suelta a mi lado: en cuanto se ha hecho el silencio, he vuelto a tener miedo.
Bianca
la mejor amiga de Livia
Me trasladé a Montecatini hace tres meses y doce días. Antes vivía en Génova, pero mis padres han decidido venir aquí por motivos de trabajo. No me disgustó tener que marcharme, aunque despedirme del gato Tony, que vivía en nuestro mismo edificio, no fue fácil.
Vivir aquí no está tan mal: hay un bar que hace unas focaccine con Nocilla de rechupete, un parque lleno de jardines donde tumbarte a leer cuando no hace mucho frío y puedes ir a pie a casi todas partes.
Los profesores de mi nuevo colegio son bastante majos, salvo la Baldini que en vez de explicar historia nos hace leer los párrafos más importantes del libro de texto y quiere que los aprendamos de memoria. Cada vez que entra en clase siento unas ganas tremendas de sacar de la mochila la bolsa de patatas con sabor a tomate que siempre llevo en ella y comérmelas.
A mi lado se sienta Marco, un rubito engominado que se burla de todos sin compasión. La tomó con mi pelo desde el primer día, según él lo llevo demasiado corto, y con mi pecho, «inexistente». Bueno, en eso lleva algo de razón, pero solo tengo trece años y según mis cálculos la cosa mejorará.
«Eres un chico, Bianca, venga ¡confiésalo de una vez!» y también: «¡Bájate los pantalones y demuestra quién eres!».
Esos son sus caballos de batalla, pero conmigo no cuelan. Paso de sus burlas y cuando me insulta me río de buena gana, por eso los profesores, que deben de pensar que somos amigos, nos han sentado juntos. Creo que por eso ha empezado a odiarme aún más, pero no estoy segura.
Por otra parte, no tengo ningún interés en gustar a quien no me gusta; es más, lo prefiero así. La única persona a quien quiero gustar es mi madre, a pesar de que ella no deja de repetirme que no valgo para nada, que soy una chiquilla insignificante e inútil, que nunca llegaré a ninguna parte.
Delante de mí se sienta Livia. Los profesores le llaman mucho la atención porque escribe continuamente, incluso cuando deberíamos estar haciendo otras cosas.
Livia me gusta: habla poco y sonríe a todo el mundo, creo que no tiene muchos amigos.
Por la mañana, cuando entra en clase, Marco le pregunta siempre lo mismo: «¿Cómo está tu mamaíta?». Entonces las chicas bajan los ojos y los chicos reprimen una carcajada.
Livia se pone roja, pero no de vergüenza, sino de rabia, lo mira con desprecio y se sienta en su sitio.
Marco la sigue y continúa impertérrito: «Uy, qué miedo me das cuando me miras así, ¿qué vas a hacerme? ¿Vas a pegarme?».
«Me gustaría ser lo bastante fuerte para arrancarle todos los pelos de la cabeza», me confesó Livia un día cuando volvíamos a casa a pie.
Sí, porque Livia no solo es mi compañera de clase, también somos vecinas. La ventana de su habitación, en el primer piso, está al lado de la mía y cada noche antes de acostarnos hablamos de esmaltes, de música y de estrellas. Pero casi nunca de su madre.
Le confié que me gusta tanto bailar que de mayor quiero abrir una escuela de baile. Le he contado que nado como un delfín, que me sé de memoria los nombres de las constelaciones, que desafino como un gallo y que en cuanto pueda me teñiré el pelo de azul.
Después de contárselo, le dije: «Ahora tienes que guardar mis secretos. ¿Lo harás?», y ella se echó a reír bajito para que no la oyeran sus padres. Acto seguido se puso seria y antes de cerrar la ventana susurró: «Claro que sí».
Una vez le pregunté qué le pasaba a su madre y ella me respondió con tranquilidad:
—Has oído lo que dice Marco, ¿verdad? Hace unos meses me quitó uno de mis cuadernos y lo descubrió. Desde entonces no para de atormentarme.
—Lo siento… Si no quieres hablar de eso no pasa nada.
—Sí que quiero hablar. Bianca, mi madre, nació triste. Durante un tiempo hizo como si nada, pero después se derrumbó y la verdad salió a flote. Nació triste, y a pesar de las medicinas que toma, nunca está contenta de verdad. No sé si se curará, pero lo deseo con todas mis fuerzas. Me gustaría que fuéramos de vacaciones los tres juntos y que ella tuviera ganas de visitar algún museo, de ir a la playa o de salir a cenar. Me gustaría que volviera a despertarme por las mañanas, no como ahora que soy yo quien la despierta a ella, y me encantaría ver cómo se maquilla, cómo se arregla el pelo y cómo busca su mejor perfil delante del espejo. Hay días en que parece que está mejor, pero últimamente me ha surgido la duda de que estos sean precisamente los más difíciles para ella.