La chica del trombón

Antonio Skármeta

Fragmento

La chica del trombón

En diciembre de 1944, me encontraba yo compartiendo un silencio con el inmigrante malicioso Esteban Coppeta, sentados ambos en el escaño del almacén en Prat esquina Esmeralda, cuando un fulminante destello que venía desde el bajo nos hizo saltar simultáneamente, ponernos las manos como viseras sobre las cejas y escudriñar la infinita luz que parecía un monopatín de oro o una antena de diamantes.

La magnífica fosforescencia enceguecía todo el contorno y no permitía discernir a las personas que la rodeaban. Sólo cuando éstas estaban a media cuadra me di cuenta que se trataba de un hombre joven y corpulento, a quien acompañaba una criatura de dos años vestida sólo con una solera roja muy apropiada para el brutal calor. La niña traía en sus manos un chupete triturado por sus dientecillos, y el muchacho un trombón que me impresionó por su tamaño. Un cañonazo de luz.

La pareja se detuvo frente a nosotros. El hombre extrajo de sus pantalones de pana, aquí y allá decorados por manchas aparentemente de larga data, un papel manoseado, se secó con él la transpiración de la frente, lo leyó, miró fijo a los ojos a Esteban Coppeta, como si estuviera leyendo en ellos sus huellas dactilares, se puso de nuevo la hoja en un bolsillo y exclamó un malicioso:

Ha muerto Glenn Miller.

¿Quién es ése? —pregunté, mientras la niña me tironeaba de la camisa.

¿Glenn Miller? El más grande músico de este siglo. De buen humor, Jarrito Pardo, Pennsylvania 6500, Serenata a la luz de la luna… ¿No lo conocen?

El hombre acarició el trombón casi consolándolo y luego miró con tristeza a la chiquita.

De música contemporánea no entiendo nada —dije conciliador—. Me quedé clavado en Mozart y Beethoven.

Esteban encendió un cigarrillo:

En las noches de Año Nuevo los compatriotas bailan a veces turumbas. ¿Conoce La turumba de la fruta?

El trombonista ajustó la boquilla a sus labios y, sin sacarle ninguna nota, la apartó y se mojó los labios con la lengua.

La turumba de la muerte —dijo con una sonrisa amarga—. Los nazis han entrado hasta el hígado de nuestra patria.

¡Pero se resiste! —exclamó Esteban con más énfasis del que le conocía.

¡Se resiste! —dijo el hombre agregando algo de desesperación a su mueca.

Volvió a humedecerse la lengua y se agachó para secar con el dorso de una mano la transpiración de la chica.

¿Venden algo de beber en el almacén?

Cerveza natural a un peso, cerveza helada a peso veinte. La chica podría tomar una Bilz o una Bidú.

No tengo dinero local para asumir el consumo —confesó el hombre—. Pero tenemos sed.

Está bien —dijo Coppeta—. Yo invito.

No acepto caridad.

No es caridad, hombre. Es sed.

Me gusta pagarme con mi trabajo.

Está bien —dijo Coppeta—. Le pago dos pesos si hace música con eso.

De acuerdo.

Entonces sucedió algo que en ese momento me hizo reír, y que luego con los años me hizo llorar, y que ahora me produce simultáneamente ambos efectos al sostener este libro entre mis manos. El hombre extendió la vara de su trombón hasta al límite, y de un salto, diría angelical, la pequeña se colgó del instrumento, y balanceándose en él como una trapecista, le indicó con un gesto al hombre que comenzara a tocar.

En homenaje a Glenn Miller, fallecido en un accidente de aviación mientras animaba a las tropas de los aliados a luchar contra los nazis en Europa.

A pesar de mi ignorancia en todo lo que se refiere a música contemporánea, reconocí de inmediato el tema, ayudado quizá por los adornos de pinos de cartón con que se celebra en el desierto el 25 de diciembre.

Se trataba de White Christmas y la niña que colgaba profesionalmente de esos bronces era Alia Emar Coppeta, la autora de La chica del trombón.

ROQUE PAVLOVIC

Capítulo I

I

Lo primero que la gente te pregunta cuando no tienes papá ni mamá es cómo se llaman tus padres.

Y si no sabes sus nombres y papá se llama simplemente papá y mamá nada más que mamá, te dicen pobrecita y tan linda que eres con ojos azulitos y todo.

En el cine todas las chicas tienen ojos azules y hablan inglés. En Antofagasta, salvo mi abuelo Esteban, la gente tenía la piel oscura, los ojos cafés, y eran muy bajos. Cuando mi nono jugaba basketball, metía la pelota en el canasto sin saltar.

Para el desfile del 21 de Mayo me subía en sus hombros y mi cabeza sobrepasaba las de todos los mirones y podía ver arriba de un camión una réplica de cartón que era el Esmeralda, el gran barco de guerra chileno que habían hundido los peruanos en la guerra del siglo pasado, cuando nuestro capitán Arturo Prat gritó al abordaje, saltó al acorazado enemigo solo y los peruanos lo acribillaron, y en Chile todos dijeron que era un héroe. Yo siempre he estado enamorada de Arturo Prat.

Después la gente quería saber de dónde venía. Según cómo iba la guerra en la tienda de mis padres, Gema quedaba en un país o en otro. Entonces el nono me dijo que contestara que yo era de Europa. Por eso tenía el pelo rubio, era más larga y fuerte que las niñas de la escuela primaria y no sabía hablar bien ningún idioma porque, total, en Europa se hablaban tantos.

En la primera preparatoria me pusieron un traje con falda azul, como de marinera, y una boina granate que me caía hasta las cejas. Al principio fui buena en castellano e inglés, porque entendía todo mejor cuando lo escribía que al leerlo. Pero después gané la medalla en matemáticas. Mi abuelo dormía la siesta al lado de la caja registradora en un sillón de mimbre, y yo atendía a las señoras que venían a comprar un octavo de aceite, cien gramos de azúcar, un cuarto de pan, medio kilo de alubias, dos lonjas de mortadela.

Las tablas de multiplicar las había aprendido en el mesón del almacén antes que en la contratapa de los cuadernos.

Como era diferente a las otras chicas, mi máxima aspiración era ser igual a ellas. En primer lugar quería que la piel se me oscureciera. Me ponía al sol tendida sobre una toalla junto al gallinero y después de una hora mi piel no oscurecía sino que parecía un huevo frito. El nono me ponía mentolato, y yo calmaba el incendio apoyando mis mejillas sobre los sacos con hielo donde envolvían las cervezas.

En las fiestas de cumpleaños las mamás repartían papeles para los juegos infantiles y a mí siempre me daban o Blancanieves o Caperucita Roja porque decían que yo parecía de película. Y la primera vez que me llevaron al cine me gustaron mucho más los caballos y las malvadas que las heroínas. Las brujas, por ejemplo. Eran mi especialidad. Aprendí a decir Hocus Pocus y estaba convencida que si me ponían una escoba al alcance volaría con ella hasta Europa. Me fabriqué con cartón una nariz ganchuda que me amarré tras la nuca con un elástico y aterré a los chicos del juego hablándoles un idioma que los hacía llorar.

Después, mi segundo deseo era tener papá y mamá. O al menos saber cómo se llamaban. No me importaba tanto que no vinieran a verme a Chile si tenían otra cosa que hacer en Costas de Malicia. Según le oí decir a mi profesora de dibujo, que hablaba con la monja de religión, yo era una «huerfanita» y por eso no tenía padre ni madre. Al comienzo se me armó un lío porque pensé que huérfanas eran personas que aparecían en el mundo sin que nadie las pariera.

La madre Matilde oyó mi teoría tras meses de dudas y me dijo que esa hazaña la había logrado sólo Nuestro Señor Jesucristo que había sido concebido sin pecado. El mundo me resultaba cada vez más complejo pues la gente me decía que un pecado era algo muy malo.

Un día estaba sentada en la barra del negocio y un borrachito me limpió con la lengua mis rodillas sucias y me dijo que era tan linda que quería tener un pecado conmigo. Pero ese borracho no me gustaba como papá. En cambio Nuestro Señor Jesucristo me parecía un hombre interesante. Lo pintaba de azul y encima le ponía un manto rojo, y alrededor de él volaban unos ángeles gorditos y harinosos. En cada pieza de mi casa había un cuadro de Nuestro Señor y me fui acostumbrando a que fuera mi papá.

El nono me dijo que adentro del coco podía imaginarme todo lo que quisiera, pero que de ninguna manera soltara la lengua pues me podrían llevar a la casa de orates. Nuestro Señor Jesucristo, me dijo, por razones que un día te explicará un cura, no tuvo hijos, aunque sí padre. ¿Quién era el padre de Nuestro Señor Jesucristo? Eso es tremendo lío, contestó el nono, porque en el caso de Nuestro Señor, él mismo y su padre son la misma persona. ¿Entiendes? No lo entendí nunca. Pero si Jesús no tenía hijos, seguro que le hubiera gustado tener una niñita, y durante muchos años cuando las monjas me enseñaron el Padre Nuestro yo le hablaba como a alguien de la familia.

No se lo dije a nadie, porque a lo mejor era pecado.

En las fiestas de cumpleaños, las madres y los padres venían a buscar a sus hijos, y yo me quedaba sola con la dueña de casa oyendo la comedia de terror en la radio. Esteban no llegaría hasta que el sol hubiera desaparecido en el mar. Durante el crepúsculo caminaba a lo largo de la playa impecablemente vestido con un sombrero que usaba para echarse aire cada cierto tiempo. Fumaba tres o cuatro cigarrillos y volvía a casa echando miradas hacia atrás como si alguien lo siguiera. Me recogía de la fiesta cuando ya los dueños habían puesto el mantel para la cena. El nono picoteaba algunas aceitunas, bebía un vaso de vino blanco y permitía que los niños de los anfitriones jugaran con su reloj de bolsillo. Por culpa de ese reloj, los vecinos siempre pensaron que el abuelo era rico y que yo heredaría una fortuna.

Algunas noches de luna llena salía a la calle, y en una silla de paja fumaba dando vueltas el cilindro entre los dedos como si quisiera suavizar su tabaco. Yo venía a su lado y él me pasaba un brazo por los hombros y me decía «mi pequeño amor». A veces me apretaba fuerte contra su pecho y pedía que me concentrara en nuestros corazones. Quería saber si latían al mismo ritmo.

Una pregunta que me hizo al mismo tiempo que miraba la brasa de su cigarrillo, me puso alerta sobre algo incierto:

—¿Cómo te llamas verdaderamente?

—Magdalena.

—Ése es el nombre que te puso el trombonista. Pero antes de eso, ¿no recuerdas otro nombre?

—No, nono.

—¿Tal vez el de tu madre?

—No sé.

—¿Y cómo sabes que tu nona se llama Alia Emar?

—No lo sé, abuelo.

—¿No recuerdas nada de nada?

—Me gustaría acordarme. Había una guerra. Y después un largo viaje en barco.

A sus pies se acumulaban las colillas y el nono las molía con su zapato.

—¿Soy tu nono?

—Claro que sí.

—¿Cómo lo sabes?

Tenía siete años. Creo que me encogí de hombros.

Capítulo II

II

El lunes no abrió el negocio y en vez de pedirme que me pusiera el uniforme me alcanzó un paquete color azul atado por una cinta amarilla que terminaba en un rosetón. Estaba de buen ánimo, más alto que nunca, y sobre la camiseta sin mangas se le veía pelos rubios entre rulos de canas. Fui hasta el baño y lo vi embadurnarse la cara con crema que extendió desde el hisopo y luego rasurarse con una hoja Gillette Azul. Yo coleccionaba los papelitos en que venían envueltas.

De pronto pareció asombrarse de sí mismo ante el espejo y retrocedió agachándose junto a mí. Con un dedo apuntaba a su imagen.

—¿Notas algo raro en mi cara?

—La espuma.

—Eso es obvio. Mira más de cerca.

Pegué la nariz contra el vidrio y negué con la cabeza.

—No te das cuenta. Todo en mí envejece menos los ojos. Tengo la misma mirada que cuando tenía veinte años.

—Eso hace un siglo, nono.

—La gente dice que debiera casarme, ¿qué piensas tú?

—Estoy en contra.

—¿Por qué, nena?

Ésa era la porquería de llamarse Magdalena. Todos te decían nena o nenita. Me carga que le deformen los nombres a la gente. A Francisco el plomero le dicen Pancho y a Ignacio el salvavidas lo apodan Nacho. Me carga.

—Si te casaras tendrías que tener una novia.

—Naturalmente.

—Y tu novia soy yo.

Esteban terminó de rasurarse y se dio unas palmaditas con colonia en las mejillas.

—Que yo sepa, no te he pedido en matrimonio.

—No hace falta, Tebi. Sé que no tengo padres.

El frasco de colonia se le cayó al lavatorio y de repente debajo de la espuma asomó un hilillo de sangre. La mirada se le oscureció como si le hubiesen corrido una cortina.

—¿Cómo me llamaste?

—¿Nono?

—¿Cómo fue que me llamaste?

—¿Yo?

—¿No me llamaste Tebi?

—Eso fue una venganza porque me dijiste nena.

El nono se agachó a mi lado, más bien se hincó como en la iglesia, y me apretó los pómulos.

—Escucha bien, Magdalena. Sólo tres personas en toda mi larga vida me han llamado Tebi. Mi madre, mi hermano Reino y tu abuela Alia Emar. Jamás nadie en Chile me conoció por ese apodo.

Recuerdo el momento en detalle pues me dio un miedo terrible cuando las manos del nono comenzaron a temblar sobre mis mejillas y los ojos se le inundaron de unos lagrimones que quedaron suspendidos en sus párpados sin derramarse.

—Tengo miedo, tata —dije.

—No seas tonta. No tienes nada que temer. ¡Soy tu nono y tu novio!

—Pero tú eres viejo y te vas a morir. Y yo me voy a quedar sola.

—Yo no me voy a morir, mi amor. Soy totalmente inmortal.

—El doctor dice que fumas mucho.

—Dejaré el tabaco.

—Dice que tus pulmones se asombran.

—No, nenita. Tuve sombras en los pulmones. Pero ya salió el sol. Además la gente que tiene una razón para vivir no se muere.

—Eso no es verdad, abuelo. En las películas mucha gente con hartas ganas de vivir se muere o los matan. Como a mi papá.

—Nadie ha matado a tu papá.

—¿Y entonces por qué no está conmigo?

—Hay que saber esperar. De repente baja de un barco y viene. Como tú.

—¿Dónde está el trombonista, nono?

—Eso es muy fácil. Hay cuatro puntos cardinales. Norte, este, sur y oeste. En alguno de ésos está.

Terminamos de vestirnos y mi nono, con el traje de los crepúsculos, me llevó por la calle Maipú y pasamos frente al colegio y pude ver cómo mis compañeras de curso enjauladas en la hora de matemáticas me miraron desde la ventana del segundo piso.

Descendimos hasta el centro de la ciudad, compramos un paquete de cigarrillos y una Orange Crush en el negocio de los Restovic, estudiamos los relojes en la vitrina de los Zalaquett, saludamos al camionero estacionado frente a la bodega de Antonio Soko, y el Dr. Rendic me regaló una pluma fuente de las mismas que usan los médicos para sus recetas.

En el puerto fuimos hasta la aduana, y Rolando el Largo le pasó al abuelo unos papeles entremezclados de calco y le dijo que firmara sin leerlos porque estaba todo en perfecto orden. El nono extrajo su talonario de cheques. Me empiné y, a la misma altura de la nariz, vi que ponía una suma de las que sólo se veían en el cine.

—Voy a buscarla, Esteban —dijo Rolando alejándose hacia el fondo de la bodega.

El nono se puso a silbar. Se sacó el sombrero Stetson y lo puso sobre el pecho e hizo como que el corazón le daba brincos. Al mirar la hora en el reloj que extrajo del bolsillo, frunció gravemente el ceño.

—¿Qué fue a buscarte, nono?

Carraspeó. Al bajar la vista descubrió una mota de polvo sobre el zapato izquierdo y la limpió frotándola en la tela del pantalón.

—Oh, nada importante.

—Quiero saber qué es. Tiene que ser muy importante para que me dejes faltar al colegio y uses en la mañana tu sombrero.

Se peinó el bigote y derramó su mirada sobre mi frente.

—Ya veo que tendré que decírtelo.

—¿Qué fue a buscarte?

—Una novia.

La cara se me incendió como si me hubiera tragado el sol a borbotones. La furia era tan grande que no me dejaba espacio para las lágrimas. Desde las sombras del recinto volvía alegremente Rolando haciendo señas y arrastrando una moto roja con la otra mano. En el hombro le colgaba un trapo de franela que le extendió a Esteban en cuanto estuvo junto a él.

—Está flamante, pero en el viaje se impregnó de polvo.

—¿Tú crees que anda?

Detrás del mesón había un tarro de gasolina. Entre ambos injertaron el líquido en el tanque y el nono se montó en el sillín de cuero, accionó la llave en el contacto y de una sola patada el espacio se llenó de una poderosa nube de humo.

—¿Qué marca es? —le grité en medio del estruendo.

—Una Indian, nena.

—No vuelvas a llamarme nena, si no jamás te diré cómo sé que te decían Tebi.

Capítulo III

III

En el ejército nos vendieron dos cascos de desertores. Según el militar a cargo de provisiones nadie los buscaba, pues en Chile hacían fila los chicos que querían ser reclutas.

—Imagínese —dijo el sargento—: Un ejército siempre vencedor, jamás vencido. Felices los reclutas. Buen nombre, gran uniforme, rancho con carne de vaca todos los días. Libre los domingos, y hasta se les da una moneda para que le lustren las botas en la plaza Colón. Las mozas se vuelven locas por ellos porque aquí se les enseña a ser hombres, chilenos y buenos padres. En cambio por ahí andarán los estúpidos desertores en el desierto con los buitres revoloteándoles las cabezas y en un par de días más picoteándoles las entrañas. Sin agua ni charqui. Sin patria ni futuro. Veinte pesos cada uno.

El casco de Esteban era de color verde musgo, con una armazón que se acomodaba sobre el pelo e impedía el contacto de la cabeza con el metal. Se veía parecido a Tyrone Power en La patrulla imbatible. El mío era un modelo viejo, casi gris, y a pesar de que me lo amarré con las tiras de cuero por debajo de la mandíbula, me bailaba sobre la frente, y según el movimiento se caía sobre la oreja izquierda o la derecha. En la casa, Esteban me forró la cabeza con una toalla, a la musulmana, y luego coronó el atuendo con el casco.

El inspector municipal rompió delante de nuestras mismas narices la denuncia que nos había endilgado tras los primeros metros corridos por viajar en moto sin los cascos reglamentarios, y aunque los que llevábamos no eran chic como los que vendían en Santiago los dio por buenos e higiénicos. El nono se rió mientras acelerábamos hacia la Portada, alejándonos de la ciudad.

—Es fantástico —dijo—. Hemos cometido la primera infracción casi antes de la primera acción. Éste es un país extremadamente legalista. Vale más el papel que el ser.

En los almacenes vendían dos aguas gaseosas: una de líquido claro y la otra oscura. Bilz y Bidú. «La Rubia y la Morena», rezaba la publicidad. Nos sentamos sobre los roqueríos contemplando la belleza natural de La Portada, una inmensa roca que el oleaje había ido minando a través de los milenios hasta dejarla con la forma de un arco gigantesco. La playa misma tenía una fuerte resaca y había un cartel que decía prohibido bañarse.

—Éste es nuestro «Arco de Triunfo» —dijo el nono, frotándose entusiasta el bigote—. Como dice Pavlovic, los países que no tienen historia, al menos deben tener naturaleza. Llevo casi cuarenta años aquí y no pasa nada.

—Se inauguraron los cines.

—El problema con las películas es que en vez de aumentarte la realidad, te la achican. Este fin de semana dan King Kong. Mi film favorito.

—¿Cómo lo sabes si aún no lo has visto?

—Está claro. Hay una escena arriba del Empire State Building. El gorila se sube con una rubia a la antena del edificio y al final lo atacan con helicópteros. Lo leí todo en Écran.

—Quiero verla, nono.

—Es para mayores de trece.

—El taquillero me conoce.

—No querrá que le pasen una multa por admitir menores. Además es de terror. Mejor que no la veas.

Vacié la botella de un sorbo y la tiré lejos quebrándola contra las rocas.

—¡Nena!

—Estoy cabreada de todo lo que no puedo ver ni saber. Voy a cumplir ocho años y todos me tratan como una guagua. Igual que si fuera de cristal. Pero soy tan fuerte que podría manejar tu moto.

Esteban sacó una de las muchas cajetillas de cigarrillos que llevaba en los pantalones y la chaqueta como si temiera de repente perderse sin tabaco en el desierto. Lo encendió, aspirándolo con honda fruición. Después se escupió una mota de tabaco sobre la rodilla.

—La gente es buena, niñita. No quieren hacerte daño.

—Les doy pena.

—Casi todos viven con sus padres y madres. Te ven sola y sacan sus cuentas.

—¿Qué dicen?

—Eso. Que yo debiera casarme.

—¿Y por qué no lo has hecho?

Se limpió pensativo la barbilla y luego bajó la mano hasta la garganta y se mantuvo jugando a enrular un par de pelitos de la zona entre sus dedos.

—Espero a alguien.

—¿A Alia Emar?

—Puede ser.

—Siempre te callas en este punto, nono.

—Es tan poco lo que sé, que no quiero creerlo. Y lo poco que no creo prefiero olvidarlo.

—Algún día alguien me va a contar lo que pasó con ella.

Rompió el ritmo de las palabras, que parecían salirle hechas piedras de la boca, con una gran carcajada.

—Cuando me muera, tienes que sobrevivirme con mucha alegría. Si no la gente pensará de mí que fui un fracasado.

—Nadie que tiene una moto tan linda como la tuya puede ser un fracasado.

—Era una de las dos cosas que toda la vida he deseado. Correr contra el tiempo ahora que el tiempo corre contra mí.

—¿Qué significa eso?

—Que tengo que quererte mucho, cuidar de que crezcas sana y bella, y recorrer con la moto todos los paisajes de la costa hasta saberme una a una sus olas y dónde están las mejores rocas con cangrejos.

—¿Cangrejos?

Del bolso de cuero sacó un fierro largo que culminaba en una punta de flecha, un pequeño cuchillo de filo temible, y un saco de yute de los que traían envueltos las alubias y el arroz al almacén.

—Acompáñame —dijo, guiándome tomada de la mano por las rocas que conducían a la playa.

Se detuvo sobre un arrecife, y tras agacharse y espiar en sus vericuetos, pareció convencido del lugar y me ordenó que mirara.

—Presta atención, porque te voy a enseñar cómo ser libre. O al menos lo que yo entiendo por libertad. Es decir, nunca venderse a nadie porque uno tenga hambre.

Con la mano palpó la pared interior de la roca, sobre la cual saltaba el agua violenta, retirándose luego mansa y rápida. Allí había excrecencias cubiertas de un poderoso musgo. Esteban introdujo en ellas el puñal y un chorro saltó hacia su rostro.

—Cuando te pase esto no te alarmes. Es el jugo de la libertad.

Escarbó en ese punto y extrajo una especie de molusco al que destapó partiéndolo en dos pedazos. Al fondo había una sustancia de color amarillo. La puso dentro de la bolsa y descendió algunos metros hasta filtrarse por una gran rendija que partía a la piedra. Ensartó la masa en la punta del arpón, y como quien detecta si hay metal en los vericuetos de una mina, fue paseando el arpón entre los orificios y cavernas. De pronto surgió un cangrejo que se abalanzó sobre la carnada, agarrándola con sus tenazas, ocasión que Esteban aprovechó para hundirle el arpón y quebrarle su caparazón. Luego lo ensartó en un gancho de más volumen que el arpón y recorrió con el animal pataleando las sombras de las rocas, hasta que una enorme mole viscosa se levantó y envolvió al cangrejo como chupándolo. En ese momento el nono tiró del gancho y arrancó totalmente al pulpo de su escondite. Con todas sus fuerzas, lo estrelló una y otra vez contra el filo de un canto hasta que la bestia descoyuntada soltó la tinta de sus tentáculos y se derramó como un plasma. Esteban había culminado la cacería en menos de cinco minutos. Puso al pulpo en la bolsa y encendió el centésimo cigarrillo del día.

—El camino de la libertad —me dijo, expulsando el humo hacia una nube. Piure, cangrejo y octopus. Sartén, aceite, pimentón en polvo, una papa. En pocas palabras: pulpo a la gallega.

Capítulo IV

IV

El abuelo sale temprano por las mañanas con unas placas negras bajo el brazo y una mujer viene a abrir el almacén y se queda todos los días hasta la hora del almuerzo. Es joven, pero carece de entusiasmo hacia sí misma. No se compra trajes en el centro y prefiere un delantal a los vestidos de moda que ofrecen las vitrinas. Apenas usa maquillaje y no se saca el chaleco gris hasta que los clientes vienen a comprar pequeñas raciones a la hora de la colación. Habla malicioso a los amigos y conocidos de Esteban con un tono severo, como si los estuviera reprendiendo, y conmigo conversa sólo en español. Su voz entonces se le suaviza y toma mi largo pelo rubio entre sus manos y se demora en unas trabajosas trenzas que luego me las junta arriba coronando mi cabeza.

Por la tarde va al cine con el nono a ver películas para mayores, luego dan una vuelta por la plaza Colón, y acuden a beber soda al Club Social Malicioso en la calle Matta. Cuando vuelven en la noche, Esteban pone discos en el fonógrafo y ella mientras tanto teje otro chaleco grisáceo, esta vez para mí.

En la habitación del piano, sin que yo me haya dado cuenta cuándo, los libros han sido puestos en cajas de cartón y todos los objetos fueron guardados en un baúl. Dicen que nos iremos a Santiago. Sólo queda sobre la repisa, desde donde también desapareció la virgen, mi globo terráqueo. Sobre su esfera trazo recorridos de barcos, y hurgo en mi imaginación tratando de recordar mis primeros meses en Costas de Malicia, algún detalle del viaje en barco por el Mediterráneo, el Atlántico y el Pacífico.

Una cajita oculta dentro del encordado del piano llama mi atención. Espero una hora que coincida con la ausencia del nono y el ajetreo de ella en el almacén. Preciso toda la agudeza de mis uñas para desatar las cintas negras y vuelco el contenido sobre la alfombra. Hay cinco o seis fotos en las que reconozco a Esteban junto a personas ajenas y una colección de recortes de diarios tan ajados que pierden pedacitos cuando los muevo.

De su contenido no capto nada, pero tomo nota de las firmas al final de las crónicas. Roque Pavlovic y Andrés Gómez Stark. En mi cuaderno de matemáticas escribo los nombres propios que distingo en ese jeroglífico: Esteban Coppeta, Reino Coppeta, Jerónimo Franck, Rolando el Largo, Alamiro Torrentes, Gabriela Mistral, José Coppeta, José East y Alia Emar. Uno de los artículos viene con una foto del campanario de una iglesia. Se llama «Cetri Sonni». En la noche, ella ha puesto sus sábanas en el cuarto de visitas y una valija abierta de cuero café desteñido exhibe algunas prendas interiores y tres blusas blancas con filigranas en el cuello de hilos verdes y rojos.

Ella se va a quedar.

Ella se llama Jovana y yo tomo entonces mi bolsón escolar, el globo terráqueo, el cuchillo del piure, el arpón del cangrejo, el gancho de pulpos, el cuaderno de matemáticas, algunos calzones de algodón, calcetines blancos de lana, mis zapatones verdes y las zapatillas de gimnasia, la falda gris y el jumper azul, mi único par de jeans, y me voy al puerto para embarcarme de polizonte.

Así como Esteban nunca más supo de Alia Emar, ahora tendrá que borrar a Magdalena de su vida. «Tienes un nombre muy largo para ser tan pequeña», fue la primera cosa que me dijo.

Antes de partir espío el comedor. El abuelo fuma como de costumbre oyendo su disco favorito. Un hombre con voz aguda canta: «Decime quién sos vos, decime adónde vas, alegre mascarita que me gritas al pasar.» En el otro extremo de la mesa, un señor pequeño, con los anteojos bajados hasta la punta de la nariz, estudia contra la luz de la lámpara las placas negras que Esteban va acumulando desde hace meses en su escritorio.

Los oigo hablar.

—Pongamos que venda la casa y el almacén a cien mil. Si pone el dinero en el banco al diez por ciento le daría cerca de mil pesos mensuales. No es una fortuna, pero tampoco se morirá de hambre.

—La moto no la vendo.

—No la venda. Pero también tiene artritis.

—¿Qué significa?

—Que ni sus rodillas ni sus muñecas son las de un veinteañero.

—Demoré cuarenta años en comprarme la Indian.

—Disfrútela mientras pueda. Pero váyase a Santiago. Allá pueden tratarlo.

—¿Y Jovana?

—Yo que usted me la llevaría, don Esteban. Es paisana suya y Magdalena necesita una madre.

—¿Qué insinúa?

—Si ella no lo rechaza, el matrimonio.

—No puedo casarme, doctor.

—¿Aún espera a Alia Emar?

—Desesperadamente.

—¿Ha oído lo que cuentan?

—Que murió. Son ignorantes. Inventan eso para que me la saque de la cabeza.

—Hablan cosas peores. Dicen que la muerte sería un alivio para ella.

—¿Qué le han dicho?

—Que anda desvariando como un fantasma de isla en isla por el Adriático. Dicen que… No debo contarle esto, don Esteban.

—Cuente, hombre, ya me hirió de muerte con esas radiografías. Hágame el favor de darme el tiro de gracia.

—Al contrario. Quiero sacarle un peso de encima. El desenlace de su enfermedad puede retardarse si usted muestra buen ánimo. Si hace cosas que lo alegren.

—La moto me hace feliz, pero ahora usted dice que la sombra del pulmón se sigue expandiendo.

—Dentro de ciertos límites.

—¿Qué le han dicho de Alia Emar?

—Es terrible, señor. Yo no conozco bien el malicioso y tal vez le he entendido mal a sus compatriotas. Quizá han querido decir otra cosa.

La aguja había llegado al final del

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