Offline (Hanne Wilhelmsen 9)

Anne Holt

Fragmento

cap-1

1

Una paloma mensajera sobrevolaba Oslo.

Su dueño la llamaba Coronel, por las tres manchas en forma de estrella que tenía en el pecho. Era un pájaro pequeño y compacto que iba a cumplir doce años. La edad y la experiencia le habían dado seguridad y mucha prudencia. Volaba a poca altura para evitar a las rapaces. Concentrado, atravesaba el aire tras enfilar el fiordo, entre las torres del Ayuntamiento, y desvió el curso ligeramente hacia el sudeste.

El Coronel se dispuso a aterrizar en una torre envuelta en lonas y andamios. Venía volando desde muy lejos. Las ganas de llegar a casa atenazaban su pecho ancho y gris con sus condecoraciones tan visibles y hermosas. Por ellas, su dueño había pagado más de lo que correspondería a su pedigrí cuando era tan solo un pichón. Sus padres eran sencillas aves obreras. Pero cuidados primorosos y grandes expectativas habían convertido al Coronel en un as. El pájaro, que descansaba sobre una torre destruida por una bomba un día de julio de hacía menos de tres años, era una de las aves más premiadas del norte de Europa.

El Coronel quería irse a casa. Deseaba estar junto a Ingelill, que era su pareja desde hacía más de diez años. Oír los silbidos de su dueño avisando de que era hora de comer y el tranquilizador arrullo de las demás palomas. El pequeño pájaro gris de mirada penetrante sentía la llamada del palomar construido entre los manzanos del jardín, del nido donde le esperaba Ingelill. Sabía exactamente adónde iba, no faltaba mucho. Sería cuestión de minutos si abría las alas y se ponía en camino.

Muy arriba, entre el Coronel y el frío sol de abril, volaba un ave rapaz. Era tan joven que de vez en cuando se arriesgaba a dejar los bosques del norte de la ciudad y saciarse con las indolentes tórtolas turcas de los parques del centro. El Coronel entró en su campo de visión en el mismo instante en que el viejo pájaro gris agitó ligeramente las alas y se arrancó una pluma del pecho dispuesto a despegar.

El gavilán se dejó caer.

Un tipo flaco estaba muy quieto junto a las barreras que rodeaban el edificio, protegiéndose los ojos con la mano. Vio que era un gavilán. Estaba seguro de que era un gavilán común, aunque era poco frecuente que se acercaran al centro. El hombre se quedó mirando. El gavilán común tenía las alas más cortas y su plumaje era denso. No solía cazar así. Su seguridad dependía de terrenos irregulares donde pudiera ocultarse, era más un asesino por sorpresa que un gran planeador.

En ese momento el pájaro se dejó caer de forma abrupta y repentina contra algo que el hombre no podía ver. En esa postura, con la mano sobre los ojos, percibía el hedor que despedía su cuerpo. Llevaba una semana sin lavarse. A pesar de todos los años que había pasado entre la droga, los albergues y la caridad de la Iglesia, seguía avergonzándose de estar tan sucio.

Hubo un tiempo en que lo sabía todo de los pájaros, en que su nombre era Lars Johan Austad y vestía un uniforme militar. Ahora nadie le llamaba otra cosa que Zapatones, en las raras ocasiones en que alguien se tomaba la molestia de dirigirse a él con un nombre. Le dolían los pies, y siempre llevaba los zapatos demasiado holgados.

El gavilán había cazado una paloma, eso dedujo el hombre cuando vio caer una nubecilla de plumas grises del tejado, allá en las alturas. A Zapatones le gustaban las palomas, le hacían compañía, sobre todo en verano cuando solía optar por dormir al aire libre.

Dejó caer el brazo y echó a andar.

Una bonita manera de morir, pensó mientras arrastraba los pies camino de la calle Karl Johan con las manos enterradas en las profundidades de los bolsillos. Un instante estás disfrutando del paisaje y al siguiente le sirves a alguien de almuerzo.

En el fondo, a Lars Johan Austad le hubiera gustado sufrir el mismo destino. Al llegar a la sombra del Ministerio de Economía intentó protegerse del frío de abril, y pensó que ya era hora de buscar algo de comer. Era mediodía, se oía la música del carillón del Ayuntamiento.

Se oía el débil tañido de una campanilla de bronce.

—Vamos, Coronel. Pitas, pitas, pitas.

Sus silbidos provocaban arrullos desconcertados en las otras palomas. Era casi de noche y hacía mucho que habían comido.

—¡Coronel! ¡Pitas, pitas, pitas!

—Creo que será mejor que lo dejes por hoy.

Una mujer menuda caminaba por el sendero de losetas de pizarra entre manchas de nieve sucia que seguían cubriendo el césped que conducía al palomar.

—¡Coronel! —repitió el hombre, y volvió a silbar y a llamar con la campanilla.

La mujer le rodeó los hombros con delicadeza.

—Vamos, Gunnar. El Coronel encontrará el camino a casa sin que le llames, ya lo sabes.

—Ya debería estar aquí —se quejó el hombre balanceando el cuerpo rígido de lado a lado—. El Coronel debería haber llegado hace horas.

—Solo se ha retrasado —le consoló la mujer de más edad—. Verás cómo está en su nido cuando te levantes mañana. Con su Ingelill. El Coronel nunca decepcionaría a su Ingelill, ya lo sabes. Vámonos. He preparado el té y unos bollos pequeños de los que más te gustan.

—No quiero, mamá. No quiero.

Ella sonrió sin hacerle caso. Le cogió de la mano con cuidado y le llevó hacia la casa. Él la seguía a regañadientes.

—Mañana es tu cumpleaños, Gunnar —dijo la mujer—. Treinta y cinco años. ¡Cómo ha pasado el tiempo!

—El Coronel —gimió el hombre—. Le ha pasado algo.

—Para nada. Vamos. He preparado un bizcocho y mañana podrás ayudarme a decorar la tarta. Con nata y fresas y velas.

—El Coronel…

—¿Qué habrá sido de todo ese tiempo? —repitió para sí misma, y abrió la puerta empujando a su hijo hacia el cálido interior.

cap-2

2

El tiempo formaba un bucle. Puede que fueran los kilos de más los que, paradójicamente, le hicieran parecer menos alto de los dos metros dos que medía en un buen día. Tenía los anchos hombros caídos y el cinturón se escondía bajo su barriga. Llevaba la cara afeitada, a juego con la cabeza.

—Hanne —dijo.

—Billy T. —respondió ella unos segundos después, sin hacer ademán de apartar la silla de ruedas de la puerta para dejarle entrar—. Ha pasado mucho tiempo.

Billy T. puso el brazo en el marco, se apoyó y escondió la cara en su manaza.

—Once años —murmuró.

Se oyó una puerta que se cerraba en el descansillo y pasos firmes camino del ascensor. Los pasos se hicieron más lentos cuando se acercaron a la puerta de Hanne Wilhelmsen y al hombretón que tenía una postura que fácilmente podía parecer amenazante.

—¿Va todo bien? —preguntó una voz grave de hombre.

—¿Cómo has conseguido entrar? —inquirió Hanne sin contestar al vecino—. Está el telefonillo, y tenemos…

—¡Por Dios! —gimió Billy T. quitándose la mano de la cara—. He sido policía más años que tú. ¡Una mierda de cerradura de un portal! Si hubiera llamado no me habrías dejado pasar, igual que has rechazado todos los malditos intentos que he hecho de hablar contigo.

—Oye —dijo el vecino bruscamente, e intentó interponerse entre la silla de ruedas y Billy T. Era casi tan alto como él—. No parece que Wilhelmsen tenga muchas ganas de verte.

La miró interrogante. Ella no contestó.

Once años.

Y tres meses.

Y unos días.

—¿A ti qué te parece? —le preguntó el vecino a Hanne, poniéndole la mano en el pecho a Billy T. para empujarle hacia el pasillo.

—Así es —dijo ella por fin—. No me interesa. Estaría bien que le acompañaras hasta la calle.

—Hanne…

Billy T. apartó la mano del hombre y cayó de rodillas. El vecino dio un paso atrás. Se quedó con la boca abierta al ver a ese tipo enorme arrodillado con las manos entrelazadas para suplicar.

—Hanne, te lo pido por favor. Necesito ayuda.

Ella no contestó. Intentó mirar hacia otro lado, pero la mirada de él se había aferrado a la suya. Tenía los ojos de un perro de raza husky, imposibles de olvidar, uno azul y otro castaño. Su mirada era lo que más temía. Salvo eso quedaba muy poco del hombre que Billy T. había sido. La cazadora vaquera forrada de borreguillo le quedaba pequeña y uno de los bolsillos lucía una gran mancha que parecía de kétchup. En las comisuras de los labios quedaban surcos de tabaco de mascar y la piel de su rostro estaba descolgada y con la palidez propia del final del invierno.

Pero el ojo azul y el castaño seguían siendo los mismos. Frente a la silla de ruedas, a unos pocos centímetros de sus piernas inútiles, la observaban todos los años olvidados. Imponían su presencia. Quiso resistirse y se dio cuenta de que había dejado de respirar.

—Vamos —dijo por fin el vecino en voz tan alta que Hanne dio un respingo—. Ya has oído que no eres bienvenido. Si no vienes conmigo tendré que llamar a la policía.

Billy T. no se puso de pie. Sus manos seguían entrelazadas. La cara levantada hacia ella. Hanne no dijo nada. Una ambulancia se aproximaba por la calle Kruse y una luz atravesó brusca y rápidamente la ventana del final del pasillo, recorrió la pared y desapareció junto con el aullido de la sirena.

Volvían a estar en silencio.

Por fin Billy T. se levantó, con dificultad. Gimió. Se sacudió las rodillas del pantalón e intentó estirar la estrecha cazadora. Fue hacia el ascensor sin decir palabra. El vecino le dedicó a Hanne una sonrisa satisfecha y fue tras él.

Ella les siguió con la mirada, solo veía a Billy T. Empujó la silla silenciosa hacia el pasillo.

—Billy T. —dijo en el instante en que él apretaba el interruptor para llamar al ascensor.

Se dio la vuelta.

—¿Sí?

—No conoces a Ida.

—No. —Se pasó la mano por la cabeza y sonrió con prudencia—. Pero supe que tú… Que tuvisteis una hija. ¿Cuántos años tiene ya?

—Diez. Cumplirá once este verano.

Una campanilla avisó de que se abría la puerta del ascensor. Billy T. no se movió cuando el vecino le indicó con un gesto que pasara.

—A estas horas estará en el colegio.

—Sí.

—¿Vamos? —insistió el vecino poniendo el pie para evitar que se cerrara la puerta.

—Necesito ayuda, Hanne. Necesito ayuda con algo que… —Billy T. tomó aire como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Se trata de Linus. ¿Te acuerdas de él, Hanne? ¿Mi niño? ¿Recuerdas…?

Se calló y movió la cabeza de lado a lado. Se encogió de hombros y dio un paso hacia el interior del ascensor.

—Ven —oyó, y se detuvo de golpe.

—¿Qué?

Retrocedió y miró por el pasillo. Hanne ya no estaba, pero vio que la puerta estaba abierta, invitándole a pasar, y estuvo seguro de haber oído bien.

—Que tenga un buen día —le dijo al vecino en un murmullo, y se dirigió dudando, casi con miedo, hacia el piso de Hanne.

Resultaba simbólico que las oficinas de la Asociación de Colaboración Islámica de Noruega, el ISAN, tuvieran como inmediato vecino a la iglesia luterana de Estados Unidos en el barrio residencial de Frogner. La organización, cada vez mayor y más influyente, había adquirido dos apartamentos en la calle Gimle Terrasse, en una de las mejores zonas de Oslo, y los había unido para hacer una oficina imponente. Las protestas de los vecinos y los enredos políticos habían hecho que el proceso fuera largo y complicado, pero algún tiempo después de la inauguración la mayoría de los vecinos estaban satisfechos. Una señora que vivía dos plantas por encima de las oficinas había sido entrevistada por la televisión pública NRK con motivo del quinto aniversario del ISAN. Estaba muy contenta porque no cocinaban, algo que había temido. Además, la organización había costeado una muy necesaria mejora de las zonas comunes. Y la mujer octogenaria también había comentado que sus musulmanes iban muy bien vestidos. Ninguno de ellos llevaba las pintas del famoso mulá Krekar. Su elegante vecindario no se había visto contaminado por turbantes ni túnicas.

Al otro lado de la calle, en diagonal, estaba la iglesia norteamericana, que, vista desde el aire, parecía un potos rechoncho. Casi toda ella era de hormigón y por eso el impacto de la tremenda explosión fue limitado.

Pero las cosas fueron peor para el edificio en el que estaban las oficinas del ISAN y para la anciana.

Era temprano, un día como otro cualquiera. Había amanecido con una lluvia helada que no figuraba en las previsiones meteorológicas y con muchos atascos. En algunos parterres unos narcisos valientes habían asomado la cabeza para comprobar la temperatura. Ahora se arrepentían, cabizbajos. Más tarde, cuando toda la zona había sido inspeccionada y se había tomado declaración a varios cientos de testigos que tuvieron que contar dónde estaban y qué habían visto, surgió un detalle poco habitual en una zona tan acomodada.

Un joven vestido con «ropa tradicional islámica» se había aproximado a las oficinas del ISAN. Llevaba una bolsa. Según pasaban los días desde el momento de la explosión, la bolsa se iba haciendo cada vez más grande. La ropa cada vez más llamativa. Algunos creían recordar que llevaba un turbante, otros creían haber visto asomar una metralleta entre sus amplias ropas. Había quien decía que eran dos, y tres testigos aseguraban haber visto antes de la explosión una pandilla entera de esos exóticos individuos.

Era difícil saberlo con seguridad. La bomba había sido tan potente que no fue nada sencillo establecer la identidad de los fallecidos. A pesar de ello, y basándose en a la información que aportaron rápidamente los allegados de los vecinos del inmueble y los numerosos miembros del ISAN que no estaban presentes en el momento de la explosión, la policía pudo hacer pública una cifra aproximada de fallecidos la misma noche. O desaparecidos, la manera correcta de referirse a ellos.

En los locales del ISAN se encontraban dieciséis personas que ya no era posible localizar. También un desafortunado mensajero. De los vecinos de los pisos superiores solo estaba en casa la señora mayor. La encontraron con todas las extremidades pegadas al torso, pero con el pecho atravesado por un sinnúmero de esquirlas de cristal y el pomo de una puerta incrustado cuatro centímetros en la sien. También habían muerto tres peatones de la calle Gimle Terrasse y dos de la calle Fritzner, pero estaban lo bastante reconocibles como para recibir un sepelio digno unos días más tarde. Una de ellas era una empleada local de la embajada de Chequia, que estaba un poco más abajo, en la misma calle. Iba camino de una cita para almorzar demasiado temprano.

Además de las veintitrés víctimas mortales, las cifras provisionales indicaban que había ocho personas heridas de mayor o menor gravedad. Entre ellas el pastor norteamericano de la iglesia del otro lado de la calle, que había salido a pasear al pequeño cachorro de Jack Russell de su esposa. El perro murió de forma instantánea, el pastor sufrió una lesión en la cara que le supondría varias operaciones de cirugía estética. Casi nadie pareció preocuparse mucho los primeros días por los daños materiales, pero más adelante resultarían ser enormes.

La bomba estalló a las 10.57 del martes 8 de abril de 2014.

Hanne Wilhelmsen miró su reloj. Las once menos tres minutos.

—¿Qué demo...?

—¿Qué demonios ha sido eso? —exclamó Billy T.

Puso las manos sobre la gran mesa de salón de cristal ahumado. Todavía vibraba. Uno de los ventanales del salón que daba a la calle Kruse se había rajado en diagonal, con una línea marcada de esquina a esquina.

—Otra vez no —susurró Hanne, y se desplazó hasta la pared, junto a la ventana, para mirar al exterior con cuidado—. No puede ser…

—¿Una bomba? No…

Billy T. se levantó del sofá mientras manoseaba el móvil.

—En la edición digital del VG no dice nada —murmuró, y se acercó dubitativo a la ventana.

—Internet va rápido —dijo Hanne con ironía—, pero tal vez no a la velocidad del rayo.

—¿Una explosión de gas, una bomba?

Hanne volvió la silla hacia la mesa de cristal y cogió un mando a distancia. Una pantalla plana gigantesca, suavemente curvada, apareció tras un panel que, sin hacer ruido, desapareció hacia el techo. A los pocos segundos se vio el logo de Twitter, fácilmente reconocible.

—¿Twitter? ¿Estás… estás en Twitter, Hanne?

—Solo soy un huevo anónimo. No tengo seguidores, pero sigo a tres mil. Nunca tuiteo. Pero es el medio más rápido del mundo, y en casos como este… Mira.

Hizo una señal con el mando a distancia.

Los tres últimos tuits publicados eran sobre la explosión. Hanne volvió a actualizar. Siete. Otra tecla. Once mensajes. Empezó a bajar. Muy pronto apareció un hashtag, y fue a #osloexpl para saber más.

—Ahí —dijo apoyando el brazo que sujetaba el mando sobre la pierna—. ¡Demonios!

Billy T. se pasó las manos por la cabeza.

—Joder —dijo en voz baja—. Las oficinas del ISAN. El cruce de las calles Fritzner y Gimle Terrasse. ¿Otro maldito caballero templario?

Hanne no contestó. Estaba ocupada leyendo los cada vez más numerosos mensajes. Parecían bastante confusos. Algunos afirmaban que se trataba de un atentado fallido contra la iglesia luterana. Otros parecían estar en un idioma que podría ser checo. Entonces recordó que la embajada de Chequia estaba muy cerca de las oficinas del ISAN.

—Precisamente el ISAN no debería darle miedo a nadie —continuó Billy T.—. ¿Esos no son los musulmanes más noruegos de todos? ¿Esos que, si te interesa saber mi opinión, no parecen musulmanes de verdad? Quieren colaborar con todo el mundo y tengo la impresión de que hablan el noruego mejor que yo. La segunda de la organización es una mujer, y no lleva hiyab.

—En los viejos tiempos habrías ido allí corriendo —dijo Hanne sin hacer caso a lo que decía, y cambió al canal de la televisión pública NRK.

—¿Corriendo?

—Estamos a unos centenares de metros de Gimle Terrasse. Podrías llegar antes que la policía, antes que las ambulancias.

—Ya no trabajo en la policía. Creí que al menos te habrías enterado de eso.

—Billy T…

Su voz parecía hastiada y giró la silla hacia él. La NRK no tenía nada que ofrecer, pasaban una repetición de Noruega en directo.

—Esa explosión ha sido fuerte, puede haber heridos. Si no fuera porque estoy atada a esta silla ya estaría a mitad de camino. La gente va a necesitar ayuda.

La miró fijamente. Entornó los ojos y se mordió un trozo de piel seca del labio inferior.

—Vuelve aquí más tarde —le dijo con voz serena—. Hablaremos entonces. Te prometo que te dejaré pasar.

Billy T. ya estaba en la puerta.

Bajó por las escaleras y le faltó el resuello antes de llegar a la calle. Al atravesar el cruce del bulevar Bygdøy con la calle Gabel, haciendo zigzag entre coches que apenas podían moverse en el caos que había originado la explosión, ya no podía respirar. Contrariado, redujo la velocidad. Tenía la lengua seca, con sabor metálico, y pinchazos en los pulmones. Además tenía un fuerte dolor en el costado y se lo sujetó con la mano. En todo caso habría resultado complicado seguir corriendo por la ancha acera. A pesar de que el martes no era el día de más compras, los clientes y los empleados habían salido de las tiendas y llenaban las aceras. Algunos conductores se bajaban dubitativos de sus coches parados. Dos taxistas discutían en medio de la calle, pero el resto de la gente parecía estar totalmente desconcertada. Nadie sabía adónde dirigirse. La mayoría tenía la vista levantada hacia el cielo, miraban a través de los castaños aún desnudos del invierno que se alineaban en la acera, como si creyeran que había estallado un avión en el aire. Una mujer mayor lloraba y la consolaba torpemente un hombre trajeado de mediana edad que consultaba su reloj cada cinco segundos. El sonido de las sirenas se acercaba cada vez más.

Billy T. ya estaba arrepentido.

No pintaba nada en el lugar de los hechos. En cuestión de minutos la policía, el personal sanitario y los coches de bomberos estarían frente a las oficinas del ISAN, a pesar del caos del tráfico. Tendrían trabajo de sobra intentando mantener al público alejado y no hacía falta que él también interfiriera. Llegaba tarde. Resultaría inútil, como lo había sido durante muchos años.

Disminuyó la velocidad de forma casi imperceptible.

Un joven venía de frente, con mucha prisa, pegado a la pared del edificio de ladrillo marrón.

Su piel era más oscura que la de la mayoría de los noruegos, y debajo del chaquetón gastado que llevaba abierto asomaba una túnica verde. Vestía pantalones anchos y unas deportivas sucias. Uno de los cordones se había desatado. Tenía la barba rala y mal recortada. Subía demasiado por sus mejillas y bajaba por su cuello. Era el único de todo el bulevar Bygdøy que se alejaba de la explosión.

Habían pasado casi cinco años desde que Billy T. dejó la policía. Probablemente no tuvo elección. No esperó a conocer el resultado de los tres expedientes disciplinarios que le habían abierto en los cuatro últimos meses de su carrera, entregó su renuncia en junio de 2009 y se marchó. Al fin y al cabo, causaría mejor impresión a posibles futuros empleadores que se hubiera marchado por su propia voluntad.

El problema era que en realidad nunca lo había dejado del todo. Calculó rápidamente la distancia que le separaba del joven. Recorrió con la mirada ciento ochenta grados a cada lado y antes de que el otro hubiera dado un solo paso Billy T. ya sabía cuántas personas había sobre la ancha acera. Los coches que habían cometido una infracción subiéndose a la acera entre los castaños para aparcar, cuáles estaban atascados en el tráfico. Había calculado la velocidad y todas las posibles trayectorias de todos los elementos potencialmente móviles que tenía a cien metros frente a él. Sin necesidad de pensarlo dio un paso muy largo al frente y a la izquierda.

—¡Oye, tú!

El hombre le miró fijamente. Estaría a unos ocho metros de distancia, junto a un carrito de niño empujado por una madre que se había detenido para escuchar a un grupo de mujeres de cierta edad que hablaban en voz muy alta y que de repente se callaron.

—¡Sí, tú!

Billy T. fue con paso decidido hacia el chico y se preparó para cortarle el paso si echaba a correr.

—¿Yo? —El joven se detuvo y se dio un golpecito en el pecho—. ¿Me hablas a mí?

—Sí. ¿Adónde vas? ¿Qué vas a…? Pero… Shazad… ¿eres tú?

El hombre apartó los ojos. Billy T. ya estaba junto a él. Cada vez más personas de las que les rodeaban se estaban fijando en ellos.

—Creo que tengo que seguir mi camino —dijo Shazad, nervioso.

—¿Adónde vas?

—A casa. Me parece que este no es el mejor sitio para mí.

—Si te digo la verdad, creo que será mejor que te quedes pegado a mí —le dijo Billy T. en voz baja—. Ven.

Pasó el brazo por los estrechos hombros del chico, que como mínimo medía veinticinco centímetros menos que él. Con aire decidido dio la espalda al grupo de mujeres y empezó a retroceder hacia la calle Gabel. Los semáforos habían pasado a estar en ámbar intermitente, como si se hubieran rendido ante el tráfico incontrolable.

—La policía debería ocuparse de ese —gritó un hombre con vaqueros de diseño y cazadora de piel ceñida—. ¡Oye, tú! ¡Esos hijos de puta han hecho saltar medio Frogner por los aires!

Por el rabillo del ojo Billy T. vio que tres hombres se les acercaban deprisa por la derecha. Habían salido de la tienda de fotografía de la esquina, uno de ellos llevaba un trípode en la mano.

—¡Alto! —gritó el de la cazadora de cuero, acelerando.

El sonido de las sirenas se hacía insoportable. Billy T. detectó dos motos de la policía al otro lado de la calle y no supo si sentirse aliviado o asustarse. Shazad, que hasta ese momento se había ido pegando cada vez más a él, se escabulló deteniéndose de golpe, girándose y pasando por debajo del brazo de Billy T. Para cuando la primera de las motos alcanzó el paso de cebra y aceleró al ver un tramo despejado de unos cincuenta metros entre los coches, Shazad ya había echado a correr.

El policía intentó desviar la moto. El pesado vehículo de dos ruedas derrapó, volcó y siguió avanzando en línea recta. Billy T. permaneció inmóvil. No dijo nada, no gritó. Nadie lo hizo. Entre el escándalo de las sirenas cada vez más cercanas la rueda delantera de la moto impactó en las piernas de Shazad a la altura de sus tobillos, que le partió antes de lanzarle a un vuelo que terminó cuatro metros más allá sobre el capó de un BMW X5.

Los tres hombres de la tienda de fotografía retrocedieron a la acera. Un compañero ayudó al policía que se había caído de la moto; había aparcado la suya a gran velocidad para acudir en su auxilio.

Billy T. caminó despacio hacia el BMW. El cuerpo de Shazad estaba boca abajo, con los brazos abiertos, como si quisiera abrazar el capó. Sus pies apenas se sujetaban a sus piernas y se abrían en un ángulo grotesco. Una mujer muy gruesa con el cabello gris acero llegó corriendo a pasos cortos y sin resuello.

—¡Soy médico! —gritaba apartando a la gente de su camino—. ¡Soy médico!

A tres metros del coche se detuvo de pronto.

Billy T. sentía un fuerte deseo de colocar la cabeza del fallecido en su lugar. Abrió la boca y respiró profundamente. Se pasó el pulgar y el dedo índice por las comisuras de los labios y murmuró algo inaudible.

—Billy T. —dijo alguien—, ¿qué haces aquí?

El último policía en llegar se había levantado la visera del casco. Su colega estaba sentado en el suelo a unos metros, con las rodillas dobladas y el casco en las lumbares como punto de apoyo. Hacía muecas, pero parecía haber salido sin mayores consecuencias del accidente.

—Gundersen —dijo Billy T. asintiendo con la cabeza a modo de reconocimiento, pero sin tenderle la mano.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién demonios es…? ¿Qué es esto?

El policía señaló un bulto bajo la túnica. Se había enganchado en la cremallera del chaquetón y tuvo que quitarse los guantes y utilizar las dos manos para soltarlo.

—Tal vez no deberías tocarlo —dijo Billy T. en voz baja—. Quizá convendría hacer antes unas fotos, ¿no?

—¿Qué es esto?

Gundersen sacó un juguete de plástico de entre las amplias ropas.

—Darth Vader —se respondió él mismo, y observó la figura más de cerca—. Pues sí que estamos bien, un maldito juguete.

Tendría unos treinta y cinco centímetros de altura y parecía bastante sofisticado. El panel de control del pecho estaba reproducido hasta el más mínimo detalle, y cuando Billy T. se inclinó hacia delante para verlo mejor le pareció que los interruptores podían apagarse y encenderse. Darth Vader llevaba una espada láser en la mano derecha. Estaba partida.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Billy T. sin apartar los ojos del muñeco.

—Lo sabes tú mejor que yo. ¿Conocías a ese tipo? ¿Por qué echó a correr…?

—Me refiero a un poco más allá, en Gimle Terrasse.

—Una explosión. Parece algo muy gordo. Dicen que en las oficinas del ISAN. La situación es bastante caótica. ¿Podrías…?

Se interrumpió y le tendió el Darth Vader a Billy T.

—Me parece que mi compañero Krogvold está algo mareado.

Señaló a su colega con un movimiento de cabeza. Se había levantado del asfalto y parecía estar comprobando con mucho cuidado si todas sus articulaciones funcionaban.

—Pero él puede ocuparse de esto. ¿Podrías ayudarle? Tengo que continuar, parece que la situación está que arde, en todos los sentidos.

Hizo un gesto hacia el oeste. Billy T. cogió la figura, dubitativo.

—Supongo que no puedo hacer mucho. No tengo radio y habría que avisar a…

El agente Gundersen ya no le oía. Se había montado en la moto y le ladró una breve orden a Krogvold antes de arrancar.

Billy T. seguía observando la oscura figura.

Sabía que no se trataba de un juguete. Era un objeto para coleccionistas, y sería valioso si la espada roja no estuviera partida. En su día, muchos años antes, había comprado una igual. Con la misma pose. Los mismos interruptores en el pecho. Exactamente la misma capa negra, de una tela negra rígida, metálica, que colgaba formando ondas.

Krogvold se aproximaba y Billy T. le dio la espalda. La cazadora vaquera era demasiado estrecha, tendría que hacerse con otra, pero consiguió encajar la figura en el sobaco, debajo del forro de borrego.

Sin saludar, sin esperar, sin hablar con nadie, empezó a caminar con tranquilidad. A sus espaldas oyó al policía ordenando a la gente que se alejara más. Oyó las interferencias en la radio policial cuando llamó para pedir una ambulancia y más presencia policial, y Billy T. aceleró. Solo cuando ya estaba a la altura de la calle Frogner, donde empezaba la calle Kruse, se detuvo. Sacó la figura con mucho cuidado. Había llevado la mano apoyada en la cadera durante todo el camino para no dañarla más de lo necesario y, salvo por la espada rota, estaba entera.

Billy T. comprobó que se le podía quitar el casco.

Exactamente igual que la figura de Darth Vader que él había comprado tiempo atrás. Sentía un picor incómodo en la lengua y no pudo aplazarlo más. Le dio la vuelta al muñeco. Billy T. intentó tragar saliva, pero sintió unas náuseas repentinas.

Había un nombre grabado en la peana con una tijera de uñas y letra infantil. Billy T. recordó lo cabreado que estaba porque el niño había sacado de la caja original el valioso objeto de coleccionista, a pesar de que le había advertido de que era un regalo muy caro que debía dejar en la estantería solo para mirarlo.

«Linus Bakken», ponía con letra insegura.

Billy T. volvió a guardarse a Darth Vader debajo del brazo. Levantó la vista y se giró hacia el oeste. Una densa columna negra se alzaba hacia el cielo para mezclarse con una capa de nubes cada vez más baja.

La vela se había consumido. Hanne Wilhelmsen se inclinó hacia delante para ahogar la mecha entre los dedos y detener la columna de humo negro que subía hacia el techo.

—Es muy tarde —le dijo a Billy T.

—Sí.

—¿Té? ¿Cerveza?

—Nada, gracias. Tengo esto.

Le mostró con desgana una botella de Coca-Cola light y se dejó caer en un sillón.

La televisión estaba encendida con el volumen silenciado. Hanne no apartaba la mirada de la pantalla. Las imágenes de Gimle Terrasse eran aterradoras. A pesar de que la policía había alejado a la prensa en cuanto pudieron organizarse en torno al lugar de la explosión, no dejaban de aparecer grabaciones hechas con teléfonos móviles durante los largos minutos en los que la situación fue caótica. Muchos transeúntes habían estado tan cerca de las oficinas del ISAN que había que pixelar cadáveres y miembros mutilados antes de emitir las imágenes.

—¿Pudiste hacer algo? —preguntó ella.

—¿Qué?

—Allí.

Indicó la pantalla con la cabeza.

—No, no llegué tan lejos.

Negó con un gesto y miró a su alrededor. El salón era enorme y hacía tan poco que se había reformado que el suelo aún olía a madera nueva.

—Vaya chabola —murmuró—. Recordaba que era bonito, pero ahora es todavía más impresionante. Ya sé que Nefis tiene dinero, pero aun así me pregunto cuánto habrá costado esto.

Hanne agarró el mando a distancia. El sonido surgió bruscamente del altavoz que recorría toda la parte inferior del aparato. Habían pasado la conexión al estudio, y un grupo de expertos en temas como explosivos o extremismo, reunido a toda prisa, rodeaba una mesa con forma de media luna. Hanne chasqueó la lengua con desagrado al ver que Kari Thue estaba entre los invitados, la única mujer.

—Esa tía está paranoica —dijo Billy T., y abrió la botella, que soltó gas con furia—. Como una puta cabra. La gente como ella estará encantada si finalmente resulta que han sido los mismos musulmanes quienes han atacado a los suyos. Al menos me ha parecido entender que esa es la teoría con la que se especula. Pobres desgraciados. Siempre les echan la culpa. La vez anterior, cuando las víctimas fueron el gobierno y las Juventudes Socialistas, todo el mundo creyó que eran ellos hasta que identificaron a ese asqueroso y patético pijo de barrio bien. Ahora, cuando el objetivo es musulmán, resulta que también les echan la culpa.

Hanne no contestó. Siete años atrás había tenido el dudoso privilegio de pasar unos días cargados de dramatismo en Finse, en compañía de la fanática antiislamista Kari Thue. El tren en el que ambas viajaban descarriló a la entrada del túnel de Finsenut. Dos personas fueron asesinadas mientras todos los pasajeros estaban aislados por la nieve en el hotel 1222, y la antipatía que Hanne sentía por la tipeja era tan fuerte que en un principio sospechó, equivocadamente, que era la asesina.

—Todavía no se sabe nada —dijo ella—. Todo son especulaciones. Hicieron lo mismo la vez anterior, durante las horas siguientes, y siempre es un error. Tú lo sabes bien. Hay que mantener abiertas todas las opciones, no bloquearse en una sola teoría. Por eso tú y yo éramos… insuperables.

Le sonrió por primera vez en más de once años. No era una gran sonrisa, ni siquiera muy amistosa, pero sonreía. Él respondió con una media sonrisa.

—Esos sí que fueron buenos tiempos.

Ella asintió, y su sonrisa se esfumó.

—Dijiste que necesitas ayuda, algo relacionado con Linus. No tengo ni idea de cómo voy a poder ayudarte, salvo que necesites dinero. Yo no tengo mucho, pero puedo hablar con Nefis. Como acabas de comentar con mucha insistencia, ella tiene de sobra.

Billy T. entornó los ojos y enroscó el tapón en la botella con movimientos bruscos.

—¿Por quién coño me tomas? No vengo aquí rebajándome, humillándome… —la botella de Coca-Cola apuntaba al piso del vecino— ¡para pedirte dinero! O, peor todavía, ¡pedirle dinero a tu mujer!

Ella se encogió de hombros con indiferencia. Volvió a bajar el volumen del televisor, pero no lo apagó. Billy T. la observaba fijamente, como si estuviera buscando algo, pero ella miraba las imágenes de la pantalla, no le miraba a él.

Él no era el único que había cambiado con el paso de los años. Hanne tenía el cabello canoso, sobre todo en las sienes. Le llegaba por los hombros y el flequillo asimétrico le cubría constantemente uno de los ojos. Antes del fatídico día de las navidades de 2002, cuando entró en tromba en una cabaña de la sierra de Nordmarka y recibió un disparo de un policía corrupto, había empezado a tener problemas de sobrepeso. Ahora estaba delgada, casi flaca. La nariz se dibujaba en su rostro más que antes y sus pómulos estaban más marcados. En sus estrechas manos se veían los tendones y las venas azules destacaban nítidas bajo la piel. Sus piernas inertes parecían tallos de plantas.

Le pareció que incluso sus ojos habían cambiado. Seguían siendo de color azul hielo, con la misma aureola negra en torno al iris. El blanco de sus ojos seguía siendo inmaculado, a pesar de los años. Billy T. no habría sabido decir qué era diferente, hasta que Hanne clavó su mirada en él y le preguntó:

—Vale, si no vas a pedirme dinero, ¿de qué se trata?

Se quedó helado.

Habían sido compañeros de estudios y colegas. Hanne Wilhelmsen y Billy T. habían sido amigos, más que amigos. Y en un momento determinado casi novios. Una noche había estado más cerca de él de lo que nadie había estado jamás. Lo había rechazado muchas veces, lo había herido. Se había encerrado en sí misma, había salido corriendo, le había enloquecido con su silencio y su secretismo.

Pero nunca le había tratado con frialdad, nunca le había humillado de aquella manera. Bajó la mirada.

—¿Qué te pasó en realidad? —preguntó cuando estuvo seguro de que su voz sonaría firme.

—¿A mí? Me pegaron un tiro. Me destrozaron la espalda. Dejé la policía. Agua pasada.

—No logro entenderlo. Después de tantos años y todo lo que teníamos. Y de pronto… —Intentó chasquear los dedos sin mucho éxito—. Voilà, y me quedé fuera de tu vida, sin una explicación, sin ni siquiera un reproche por algo, algo que lo hubiera hecho más fácil de…

—¡Billy T.!

Su voz era tan cortante que él cerró la boca de golpe.

—Dijiste que tenías un problema con Linus —dijo sin apartar la mirada de la pantalla del televisor—. Te sugiero que me cuentes de qué se trata y entonces podré sacar la conclusión más evidente: no puedo ayudarte. Y luego podrás marcharte. En realidad, preferiría seguir viendo el especial informativo.

—Lo van a emitir a todas horas y habrá un montón de repeticiones.

—Sí, claro.

—A Linus le pasa algo.

Hanne cogió unas gafas y se las colocó en la nariz. Siguió mirando la televisión unos segundos y se volvió para mirarle por encima de los cristales.

—¿Está enfermo?

—No.

—¿Cuántos años tiene ya? ¿Veinti… uno?

—Dos. Veintidós.

—¿Y no está bien?

—No. Sí, bueno. Ese es el problema. Él probablemente te diría que nunca ha estado tan bien como ahora. En el caso de que consiguieras que te respondiera. A mí apenas me ha dirigido la palabra en el último medio año.

—¿Qué hace?

—Se está preparando para volver a presentarse a los exámenes de bachillerato. Por libre. No acabó el instituto cuando debía, perdió el tiempo.

—¿Iris le consintió eso?

—Grete. La madre de Linus es Grete.

—Cinco hijos con cinco mujeres distintas, Billy T. No puedes reprocharme que no sea capaz de distinguirlas después de tantos años.

—Seis —murmuró.

—¿Seis? ¿Seis hijos? ¿Tone-Marit y tú habéis tenido otro?

—No, con ella solo tengo a Jenny. Tone-Marit y yo nos separamos el verano después de que te quedaras… —Señaló la silla de ruedas con un movimiento de cabeza—. Niclas es hijo de… otra.

Le pareció intuir la sombra de otra sonrisa. Al menos movió la cabeza con suavidad.

—Recuerdo a Linus —dijo después de una pausa y sin preguntarle con quién había tenido su sexto hijo—. Era un niño muy majo. No veo ningún problema en que esté estudiando, que vuelva a presentarse para arreglar…

—Se ha transformado en otra persona, Hanne…

—La gente cambia, y más a esas edades.

—No de esta manera…

—Ya son las diez y media, Billy T. Cuando estalló la bomba te dije que volvieras más tarde, pero no por la noche. Para mí ya es por la noche. Y a juzgar por lo que me has contado, poco puedo hacer por Linus. No parece necesitar ninguna ayuda. ¿Qué dice él al respecto?

—Como te digo, no habla mucho. ¡Linus, Hanne! ¿Recuerdas cómo parloteaba sin parar? No callaba nunca, él…

—¡Hammo!

Una niña esbelta, alta para sus diez años, estaba en la puerta.

—No puedo dormir. ¿Crees que habrá otra explosión?

—Ida —dijo Hanne—, ven aquí.

La niña corrió descalza. Ágil y rápida, se sentó de un salto en el regazo de Hanne.

—Hola —dijo seria, mirando a Billy T. con los ojos más grandes y castaños que él hubiera visto nunca—. Me llamo Ida Wilhelmsen.

—Hola. Yo me llamo Billy T. Soy amigo de…

—Billy T. y yo trabajamos juntos en la policía hace mucho tiempo —dijo Hanne con voz serena—. Pero ya se marchaba.

Le dio un beso a Ida en la cabeza y le acarició la mejilla.

—Deberías

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