Prólogo
Algún punto de Virginia, verano de 1864
Si se lo hubiesen preguntado, o si hubiese sido capaz de responder, David Cassane hubiese dicho que estaba muerto y bien muerto.
Al menos, así fue durante toda una eternidad de negrura que empezó a romperse en algún momento, como tierra resquebrajándose para dejar salir la lava contenida, entre fogonazos repentinos de luz. Luego, en un caos sin sentido, llegaron las imágenes. Los sonidos fueron lo último.
—Dohitsu, unalii? —reconoció la voz de Wahaya, el indio cherokee que había formado parte del escuadrón. Habían hecho cierta amistad durante el infierno de la marcha hacia Petersburg y su asedio. Una suerte, porque David sentía una gran curiosidad por saber cuál era la posición de los nativos americanos frente a aquella contienda, le vendría bien para la crónica de guerra que estaba escribiendo.
No lo entendía. Unos luchaban por los confederados, como el general comanche Stand Watie, y otros por la Unión, como el propio Wahaya. ¿Acaso era un conflicto que les daba igual?
—Al contrario, unalii —le había dicho Wahaya, con sus sorprendentes ojos azules fijos en las brasas de la hoguera—. Aunque no todos veamos la situación del mismo modo, para nosotros es de vital importancia elegir bien. No podemos permitirnos estar en el bando perdedor, de ello depende el futuro de nuestros pueblos, de nuestras culturas, de las tierras que son nuestro hogar. Quien gane, dominará nuestro mundo y decidirá nuestro destino.
Wahaya llevaba tiempo con los hombres blancos, por lo que hablaba bastante bien el inglés, pero prefería con mucho su cherokee natal. Y Cassane, siempre interesado por cualquier nuevo conocimiento, había aprovechado para aprender algunas bases de esa lengua. Por eso sabía que Wahaya significaba «lobo» y que dohitsu, unalii quería decir «¿estás bien, amigo?».
No era verdad, pero contestó que sí, que lo estaba.
—Dohiquu...
Lo oyó reír y repetir la palabra, para corregir su pronunciación. Luego, volvió a desmayarse.
Día, noche, tarde, mañana... El cielo cambiaba en lo alto mientras él se sentía atrapado en un movimiento continuo. Tardó en comprender que estaba en unas parihuelas arrastradas por un caballo. Para entonces ya lo acosaban toda clase de molestias. Tenía varios huesos rotos y un dolor profundo en el pecho.
¿Dónde estaban sus amigos? Mitch, Russell, Gabriel, Brett, Hank... ¿Desde cuándo no oía sus voces? ¿Cómo podía haberlos olvidado? ¡Él era su teniente, tenía que cuidar de ellos!
Aquel agujero que se tragó el mundo...
Por suerte, no empezó a estar de verdad consciente hasta mucho después, cuando despertó en el interior de una tienda circular, un teepee indio, supuso. Olía denso, a pieles curtidas y a algo picante que llegaba con el humo. Una anciana palpaba todo su cuerpo con dedos retorcidos, de un modo firme pero delicado. Aun así, el dolor era tan intenso que no pudo evitar más de un grito.
Gritos. Gritos. Una imagen llenó su mente, o varias, comprendió al momento. En ellas, se superponían tiempos y espacios. Brett y Randall jugaban al poque, riendo con alborozo; Mitch se retorcía de dolor en aquel maldito agujero; Gabriel avanzaba hacia él para darle tabaco; Hank advertía: «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Va a derrumbarse!»...
Luego llegó la oscuridad.
¡El cráter! ¡Eso era, el maldito cráter de Petersburg, lo estaban cruzando y algo pasó! Le dieron de lleno. ¡Claro, el estallido de dolor en el pecho que lo empujó hacia atrás! Pero no lo mataron, ¿no? ¿Entonces? ¿Cómo podía ser, dónde estaban los otros, por qué Wahaya y él habían peregrinado una eternidad por aquel paisaje interminable? ¿Por qué ahora se encontraban en aquella tienda y no en una fosa, o con el resto de los soldados?
¿Lo habían dejado atrás? ¿De verdad lo habían abandonado? Esa parecía ser la única explicación, puesto que no estaban. No estaban...
Un dolor más intenso que el de su pecho envenenó su sangre.
En el teepee, una muchachita cherokee le dijo algo. Qué bonita era.
«Anovaoo’o», quiso decirle, la palabra para «chica bonita», si no recordaba mal. Esta vez, Wahaya no pudo reírse por su pronunciación, porque quizá movió los labios, pero no salió ningún sonido.
Volvió a desmayarse.
Elizabethtown, 2 de diciembre de 1872
A la atención del señor Mitchell Chapman.
Me gustaría poder contar con su presencia en mi despacho para una reunión de vital importancia, el día lunes 16 de diciembre, a las 4 de la tarde.
Por favor, sea puntual.
John Smith, propietario y director del The Elizabethtown News
Mensajes semejantes llegaron también a manos del ranchero Russell Norton, del sheriff de la ciudad, Brett McFarlane, y de su ayudante, Gabriel Sinclair.
Capítulo 1
La maestra del pueblo, la señorita Elizabeth Windsor-York, una joven inglesa, hermosa, de brillante cabello rubio y ojos grandes, de un azul tan profundo como el del cielo al anochecer, caminaba a buen paso por una de las aceras de tablones de Peter Avenue, la calle principal de Elizabethtown.
Era un día claro, más luminoso de lo habitual. De no haber sido por las fuertes rachas de viento que azotaban la ciudad cada poco, hubiera sido un paseo muy agradable, pese al frío. La muchacha se arrebujó en su abrigo nuevo, sobre el que llevaba un gran mantón de lana. El aire helado se volvía cortante por momentos y Elizabeth juraría que olía a nieve, como ocurría en Nueva York cuando el lugar estaba a punto de vestirse de blanco.
Pero, hasta el momento, solo había llovido, convirtiendo el eterno polvo de Kansas en un barro denso igualmente desagradable.
Por lo demás, Elizabethtown le había gustado desde el principio, desde el momento en que bajó del tren y el jefe de estación —luego supo que se apellidaba Perkins— le preguntó si necesitaba alguna cosa.
—Soy la señorita Elizabeth Windsor-York, sobrina del marqués de Chesterway, la nueva maestra —dijo ella, pronunciando por primera vez aquel nombre falso con su acento inglés, tan perfecto como fingido. El hombre había sonreído entre cordial e impresionado, y hasta se llevó una mano a la visera de su gorra mientras se apresuraba a cogerle la pequeña maleta.
—Bienvenida a Elizabethtown, señorita Windsor-York.
Sí, se sintió bienvenida y le encantó el lugar. Elizabethtown era una ciudad pequeña pero muy ambiciosa, como ella misma. Ambas compartían espíritu: estaban en continuo crecimiento y siempre aspiraban a convertirse en algo mucho mejor. A conseguir más.
La joven miró a su alrededor con aprecio, mientras oía el sonido claro de la campana de Saint Thomas marcando las tres y media. Peter Avenue no estaba muy concurrida, por lo desapacible del tiempo, pero mucha gente estaba realizando compras para las fiestas, ya tan próximas, lo que convertía la caminata hasta su casa en un rosario de sonrisas y saludos.
—Buenas tardes, señorita Windsor-York.
—Buenas tardes, señora Matheson.
—Buenas tardes, señorita Windsor-York.
—Buenas tardes, señor Williams.
Elizabeth suspiró, pensando en los regalos. Había ido hasta el almacén de los Taylor, y a la nueva tienda de la señora Richards, con la intención de ver si encontraba algo adecuado para regalar a sus dos mejores amigas en la ciudad, la viuda Dupré y Eleanor Sinclair, pero no había encontrado nada que le gustase.
No importaba. Al día siguiente, cogería el primer tren a Abilene. Bufó para sí al pensarlo, porque no le apetecía nada. Odiaba viajar en el ferrocarril. Y en carro. Y a caballo o en mula, incluso sobre sus propios pies, se dijo, ya riendo mentalmente, divertida consigo misma. ¡Y más con el frío que hacía!
Pero no podía comunicarse con Valmont desde la oficina de correos de Elizabethtown. Allí la conocía todo el mundo, y ella no se fiaba de nadie. ¿Y si algún empleado del lugar se dedicaba a leer las cartas? Como el yerno del juez Brown, por ejemplo, que trabajaba allí. De ser así, por mucho que intentara disimularlo, tarde o temprano se descubriría que lo único que Elizabeth Windsor-York tenía de inglesa era el acento. Y hasta eso era falso.
Ya había hablado con la señora Johnson para que la sustituyese, como solía hacer de vez en cuando, siempre que Elizabeth necesitaba tiempo para algún trámite o visita. La mujer, que fue la anterior maestra hasta casarse, disfrutaba mucho volviendo a dar clases, aunque fuera de una forma tan esporádica.
Ir a Abilene y volver suponía un trayecto agotador de varias horas, y llegaría a casa ya muy de noche, pero tenía que comprobar en la oficina de correos si había llegado respuesta a la consulta que había planteado al viejo Valmont. Esperaba que sí. Quería solucionar aquello antes de la llegada de las Navidades.
De paso, podía echar un vistazo a las tiendas de esa ciudad. No era que tuviesen tanta oferta como Wichita o Topeka, pero sí más que la pequeña Elizabethtown. Seguro que encontraba algo para Eleanor y Briona.
Hubiese querido comprar también algún detalle a las alumnas de sus «clases nocturnas», por el empeño que ponían en aprender, pero dudaba. Lo más sensato sería dejarlo para otro momento. Su sueldo de maestra no daba para mucho y ese último mes había tenido demasiados gastos.
El vestido gris y el abrigo negro de buena lana con adornos en terciopelo que llevaba puestos, e incluso aquel sombrerito a la última moda que todo el mundo le decía que le sentaba muy bien, los guantes o la delicada ropa interior que la hacía sentirse como una reina a cada paso, habían sido confeccionados por una modista de nombre francés, recién llegada de Topeka, que acababa de establecerse en Elizabethtown, a solo un par de calles de donde se encontraba ella en ese momento.
También le había encargado tres vestidos más para usar a diario y, lo más caro de todo, dos de fiesta. En circunstancias normales se hubiese evitado esa última compra, la más cara con diferencia, pero los necesitaba para las celebraciones de Navidad a las que estaba invitada. Tendrían lugar en el Hotel Nueva Esperanza, un lugar muy lujoso, en el que no podía presentarse de cualquier forma.
Aquello había supuesto un buen pellizco de sus discretos ahorros, una suma que, al principio, había lamentado mucho, pero que, al ver ese mismo día su reflejo en el espejo de la cómoda antes de salir de casa, había decidido que había merecido la pena.
Se cruzó con la madre de uno de sus alumnos, que llevaba una cesta de la que sobresalían unas cintas verdes que podrían ser de puerros o quizá cebollas.
—Buenas tardes, señorita Windsor-York —le dijo la mujer, con una amplia sonrisa—. ¡Tenga cuidado, hoy sopla fuerte! ¡Lo raro es que los carros no salgan volando, caballos incluidos!
Ella se echó a reír ante la imagen.
—Buenas tardes, señora Dood. ¡Gracias, lo mismo digo!
Suspiró, contenta a pesar de todo, por la simpatía y el agrado de sus conciudadanos. Día a día, había logrado hacerse un sitio en aquella comunidad, jamás se había sentido tan en casa. «Esto es lo que deben de llamar hogar», se dijo, percibiendo algo muy cálido en el corazón. No llegaba a descongelarlo, empezaba a pensar que ya nada podría conseguirlo, tras lo vivido en la mansión de los Harsen, pero al menos en Elizabethtown se sentía más humana.
Iba a echar de menos todo aquello cuando se casase con Jeremiah Folk, el poderoso y rico hombre de negocios que la estaba cortejando en ese momento. Esta vez estaba convencida de que iba a conseguirlo, que ninguna Ruth Farrington se iba a interponer en su camino. Al fin y al cabo, él era quien estaba organizando la celebración de fin de año en el Hotel Nueva Esperanza para estar cerca de ella en unas fechas tan señaladas, pese a que vivía en Topeka. ¿Acaso eso no denotaba un interés claro?
Cierto que también emitía una impresión de fuerza, un aura dominante y casi despiadada, que no terminaba de agradarle. Intentó ignorar el hecho, como hacía casi siempre, pero no pudo, como le ocurría siempre, y eso que aquella actitud despótica nunca estaba dirigida a ella, sino a otros: sus hombres, los empleados del hotel, los camareros en los sitios... Aquellos a los que no respetaba.
Y, algún día, ese desprecio podría dirigirse también a ella.
Seguro que ocurriría. En cuanto fuese suya.
Debía reconocerlo: Folk no era alguien a quien quisiera entregarle su independencia. Tal como estaban las leyes, un marido te poseía por completo. Por eso, no solo debía ser rico, también debía tratarse de alguien que inspirase la certeza de que iba a cuidarte. O, al menos, que no te creara de salida inquietudes al respecto.
Por eso le había gustado Mitch Chapman desde que lo vio en la ilustración de aquel periódico en el que se anunciaba la compra del banco de Elizabethtown. Tenía un aire amable, incluso protector, que le inspiraba confianza.
Pero a qué pensar en aquel tonto con mal gusto...
Elizabeth se estremeció. ¡Qué tontería! Se abstraía en esas cosas porque estaba llena de miedos. Lo único que importaba, en cuanto a Folk, era que se trataba de un hombre muy rico y que estaba prendado de ella. En su última carta, había dicho que estaba deseando que llegase el momento del reencuentro, y que había algo muy importante que quería tratar con ella. ¡Seguro que iba a pedirle que se casase con él!
«Señora Folk». Sonaba bien, no podía negarlo. Quizá no tanto como «Señora Chapman», pero casi.
Ojalá hubiese podido amarlo. Aunque no era uno de sus requisitos a la hora de plantearse el matrimonio, su tonto fondo romántico seguía apenándose con la idea de que, al final, no pudiese conjugarlo todo. A ese respecto, lo sabía, hubiese tenido más oportunidades con Mitch Chapman...
«¡Pero qué bobada!», se reprochó, enojada consigo misma. ¡Menuda tarde se estaba dando! «¿Acaso no habíamos quedado en que no debíamos amar a ningún hombre? ¡A ninguno, Elizabeth! No son de confianza. Recuerda a mamá. Recuerda al gordo Harsen».
El inmensamente gordo e inmensamente rico abogado Harsen, heredero de un largo linaje de knickerbockers, en su gran mansión de Long Island, «English Rose». Siempre decía que la había llamado así en honor a su elegante esposa, lady Pamela, hija de un marqués arruinado y por ello obligada a vivir en una América que despreciaba y con un hombre que le parecía repulsivo, pero no era cierto.
En realidad, la había llamado así para recordar a todos, incluso a la propia lady Pamela, que había comprado una perfecta flor inglesa.
Que podía comprarlo todo.
Solo una pareja como esa podía haber engendrado a alguien tan mimado y despótico como Evelyn Harsen. Feúcha y mala como sus padres, disfrutaba ejerciendo su poder sobre Elizabeth y fue la losa que la aplastó durante años y años.
Maldita...
Elizabeth volvió a la realidad al ser azotada con fuerza por una nueva ráfaga de viento. Había estado tan perdida en sus pensamientos que no se había dado cuenta de que se encontraba ya a la altura del ayuntamiento, en el corazón de Elizabethtown. Sus ojos derivaron por su cuenta hacia el edificio que quedaba justo enfrente, un antiguo almacén que había sido reconstruido casi por completo desde sus cimientos con los mejores materiales que se podían conseguir en toda Kansas, o quizá en todo el país.
«The Elizabethtown News», decía su letrero, colgado a buena altura, con grandes letras negras sobre un alegre fondo amarillo. Por lo que había oído decir, su dueño respondía al nombre, absolutamente vulgar de John Smith, y había llegado a la ciudad la noche anterior, donde se había alojado en la mejor suite del hotel. Tessa Waits, que trabajaba de doncella en el Nueva Esperanza, se lo había ido a contar a la escuela esa misma mañana.
Elizabeth siempre le daba unas monedas cuando Folk estaba en la ciudad, para que la mantuviese informada acerca de sus movimientos y sus entradas y salidas, de modo que Tessa había supuesto, de un modo acertado, que igual ganaba otras tantas contándole que el señor Smith era muy alto y atractivo, que cojeaba un poco, lo que lo obligaba a usar bastón, aunque eso lo hacía más elegante de ser posible, y que sin duda era soltero, porque no llevaba alianza ni había muestras del cuidado de ninguna mujer.
—¿Pero está en la mejor suite, seguro? —preguntó Elizabeth sorprendida—. Folk la usa siempre, y no tardará en llegar.
—Sí, señorita Windsor-York —había replicado la joven Tessa—. Pero esto es cosa de uno o dos días. Al parecer, el señor Smith va a vivir en el segundo piso del edificio del periódico. ¡Tiene allí un palacio montado, según me han dicho! Pero todavía no está acondicionado del todo, de modo que ha decidido esperar un poco para trasladarse.
Elizabeth contempló el edificio, dubitativa. Al enterarse de que se habían iniciado las obras del primer periódico propio de la ciudad, se había planteado si podría encontrar trabajo en él, escribiendo. Era algo que no había hecho nunca, por puro respeto a las letras, pero ¿y si resultaba que era buena?
«¿Cómo vas a serlo?», se recriminó, con un pensamiento no exento de burla. ¿Quién era ella para intentar algo así? Se había pasado la mayor parte de su vida limpiando en casa de otros, luego había sido una actriz sin mayor renombre y ahora vivía simulando ser otra persona. ¿Qué podía aportar ella al mundo de las letras? Leía las frases grandiosas de Shakespeare o las escenas llenas de fuerza y pasión de Emily Brontë, y se sentía acobardada.
Oyó el ruido de un vehículo que se acercaba por detrás a buena velocidad y giró el rostro. Era uno de los tres carruajes que el Hotel Nueva Esperanza ponía a disposición de sus mejores clientes, un coche negro, cerrado y elegante, tirado por dos buenos caballos. Conocía de vista al conductor, un hombre de mediana edad que asistía con su esposa a la iglesia, aunque en ese momento no recordaba su nombre.
¿Quién sería el pasajero? ¿Se trataría del tal John Smith? El corazón empezó a latirle con fuerza. ¡Sería genial que la viera así, tal cual como estaba en ese momento, tan guapa como iba, y se interesara por ella! ¡Así podría hablarle de su pasión por la lectura y su interés por escribir y...!
Justo entonces, el vehículo se metió en un charco especialmente grande. Entró en él con tanto ímpetu que levantó un auténtico surtidor y la salpicó de barro. No le dio ni tiempo a intentar apartarse. Ni siquiera llegó a pensar en ello.
—¡Oh! —exclamó, atónita. Se inclinó para comprobar la magnitud de los daños en su bonita ropa nueva—. ¡Demonios! ¡Será... será posible!
La Annie Smith de otras épocas hubiese llorado de pura impotencia; la Annette Wellington que aprendió a endurecerse en la tortuosa Nueva York, hubiese cogido un buen puñado de barro y se lo hubiese lanzado con un insulto.
Pero, la señorita Elizabeth Windsor-York era demasiado educada, demasiado inglesa como para tomar semejantes medidas, tan emotivas o precipitadas. De momento, se limitó a limpiar como pudo las manchas del abrigo y de la falda con su pañuelo. Ya los cepillaría o lavaría en cuanto llegase a casa.
Al mirar de nuevo, comprobó que el vehículo estaba ya en la puerta del periódico, donde se había detenido para dejar salir a su pasajero, un individuo vestido completamente de negro, con un traje y un abrigo largo hasta la rodilla, que se adivinaba de factura excelente. Llevaba la capa embozada de tal modo que le ocultaba el rostro, además de un sombrero de copa incrustado hasta las cejas. Pero, lo que más llamó su atención fue que se apoyaba en un bastón de madera oscura y cojeaba un poco.
Sin duda se trataba del propietario y director del The Elizabethtown News.
Lo observó curiosa, con la sangre acelerándose en sus venas. ¿Se atrevería a ir a presentarse? Podría decirle... ¿qué? En su mente transcurrió la conversación al completo, al menos la parte de sus frases: «¡Hola! Quiero escribir, señor Smith, me encantaría, me muero por hacerlo. Eh... no, nunca he escrito nada y, es verdad, no me he muerto. Oh, entiendo. Gracias por su tiempo, adiós. Sí, sí, no se preocupe, estoy acostumbrada a que me salpiquen de barro. Hágalo cada vez que le parezca bien».
Qué frustración, no veía modo de acercarse a él... Y, sin embargo, ¡resultaba tan irónico! Smith, ese era su auténtico apellido, el que ocultaba bajo el falso de Windsor-York. Hacía tiempo que había renunciado a todo aquel pasado, pero de alguna forma lo compartían, lo que le provocaba una curiosa sensación de afinidad con aquel desconocido.
Sobre todo porque el juez Brown, con el que había coincidido en la tienda de los Taylor, donde la señora Brown estaba escogiendo cintas para un nuevo vestido, había asegurado que pensaba que «John Smith» era un nombre falso.
¿Sería cierto? El juez Brown, había trabajado toda su vida en los tribunales de Wichita, pero, tras su retiro, en primavera, se habían trasladado a Elizabethtown para estar más cerca de su única hija, que se había casado con el empleado de su oficina de correos.
—No se imaginan la de veces que se han presentado ante mí delincuentes alegando llamarse así solo por no darme el nombre auténtico —había dicho, tieso y elegante. Elizabeth no pudo evitar tragar saliva. Era fácil imaginarlo en el tribunal, mandando a impostores como ella a la cárcel a golpe de mazo—. Gentes buscadas por la ley, por las atrocidades más variadas. O simplemente miserables simulando ser personas de calidad para aprovechar la ventaja.
—¡Oh, juez Brown! —Su esposa le dio un golpecito en el brazo con reproche—. ¡Haz el favor de no asustar a la niña!
—No es mi intención. —La miró algo atribulado—. Lo siento, señorita Windsor-York. Usted es toda una dama, pero, aunque no lo crea, hay mucha gente haciendo esas cosas por ahí, y no escapan a mi buen olfato.
Ella se llevó una mano al corazón.
—Oh, saberlo me reconforta, juez Brown. Pero ¿por qué sospecha de ese caballero?
—Porque he indagado tanto a través de antiguos contactos que tienen trato con los abogados de Smith en Topeka, y no ha habido forma de descubrir nada. Guardan muy bien los secretos de su cliente, lo cual es sumamente sospechoso, porque implica mucho dinero para mantener calladas sus bocas y mucho interés en que no se sepa la verdad. No sé, no sé... Esto tiene muy mal aspecto, recuerden mis palabras.
De pie en la acera, Elizabeth observó pensativa al hombre en cuestión. Tendría gracia que sí, que fuera falso. En ella, auténtico; en él, falso; pero ambos Smith. Y ambos impostores.
—Señor y señora Smith —susurró, su aliento formando una neblina de vaho en el frío aire de la tarde, y esa vez hasta se le escapó una pequeña risa.
¿Se atrevería a acercarse? ¿Sí? ¿No?
Elizabeth lo vio recorrer la distancia hasta la puerta del periódico, con aquella cojera ligera pero evidente. Él no reparó en ella. Mantuvo todo el tiempo el rostro fijo al frente, algo bajo, y desapareció en el umbral sin haber mirado para ningún lado. Pese a no mostrar la cara, por sus movimientos daba la impresión de estar enojado, concentrado en algún pensamiento especialmente oscuro. ¿Qué le pasaría?
Chasqueó la lengua. Quizá fuera precisamente un buen momento para llegar y presentarse. Si lograba animarlo, levantarle el ánimo y darle algo agradable en lo que pensar... Sabía que era hermosa, siempre lo había sido, pero ese día se había visto mejor que en muchos meses, más atractiva y deslumbrante, con su ropa nueva y aquel sombrerito encantador.
Decidido, debía aprovechar la oportunidad.
Además, no debía olvidar que al menos Daphne Hazard, la mejor amiga de Ruth Chapman, seguía en Elizabethtown, una joven soltera, bonita, culta y de trato muy agradable. Todo eso por no hablar de que, como hija del alcalde, tenía mucho más que ofrecer que una simple maestra.
Azuzada por ese recuerdo, se recogió las faldas todo lo que le permitieron la habilidad y la decencia, y bajó de la acera para cruzar la calle embarrada.
Capítulo 2
Peter Avenue estaba muy tranquila en ese momento. Mientras Elizabeth la atravesaba, solo pasaron una carreta en dirección a la estación y un par de jinetes, que se cruzaron. Viandantes, apenas se veían unos pocos. Solo divisó a un hombre a cierta distancia, apoyado con actitud indolente en la jamba de una puerta.
Le sonó conocido. ¿Quizá lo había visto más veces? No sabría decirlo. Llevaba el pelo largo, lacio y suelto, y era muy ancho de hombros. El abrigo era de cuero, como las protecciones que llevaba sobre los pantalones, botas puntiagudas, espuelas y el sombrero típico de los vaqueros. Estaba demasiado lejos para distinguir sus rasgos, aunque la melena gris indicaba que tenía ya sus años.
Estuvo a punto de resbalar por mirarlo, de modo que se centró en terminar de cruzar sin estamparse de bruces, lo que hubiese supuesto un auténtico desastre. Acababa de alcanzar la seguridad de la otra acera cuando, por la esquina con Basset Avenue, apareció un grupo de niños y niñas corriendo y gritando. La alcanzaron casi de inmediato, de rápidos que iban, y pasaron rodeándola por un lado y por otro, levantando con sus faldas un susurro que no llegó a oírse dadas sus voces y el golpeteo de tantos pequeños pies sobre los tablones de la acera.
—¡Perdón, señorita Windsor-York!
—¡Hola, señorita Windsor-York!
—¡Disculpe, señorita Windsor-York!
—¡Terry James, Daisy Sanders, Andy Wallace, Johnny March...! ¡Y tú, tú, Mery Lawrence! ¡También te he visto, mosquita muerta! —los llamó ella, enojada—. ¡Cómo se os ocurre...! ¡No corráis! ¡No se corre ni se grita como salvajes!
—¡No, señorita Windsor-York! —dijeron ellos, dejando de gritar un solo segundo para pronunciar aquello a coro, pero sin reducir velocidad.
—¡Mañana tendréis...! —Ya no la oían, para qué esforzarse con sus amenazas. Aun así, las continuó entre dientes—. Tres multiplicaciones más de castigo. ¡O cuatro! Os vais a enterar, pequeñas sabandijas.
Se olvidó de ellos en cuanto se dio cuenta de que se agitaban las cortinas de la ventana que tenía más cerca. Ya no había nadie, pero seguro que se habían asomado a mirar, quizá alarmados por el ruido. Como no se veía nada del interior, resultaba imposible comprobarlo. Pero ya que estaba allí, decidió usar su cristal como espejo antes de entrar. Si iba a intentar un primer contacto con Smith, más le valía tener el mejor aspecto posible, dadas las circunstancias.
Se acercó para acicalarse un poco y, al ver su reflejo, quedó espantada. ¡Por Dios, si llevaba mal puesto el adorno del sombrero! Era una especie de almohadilla con flores de tela y estaba totalmente retorcida. Casi parecía un bicho que hubiese saltado sobre ella por sorpresa desde un tejado. Ahí estaba, aferrándose de cualquier modo a la tela